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lunes, abril 13, 2015

Tragedia y tauromaquia

Cuando contemplamos, horrorizados  e inevitablemente afectados, las catástrofes de todo tipo, ya sean naturales o artificiales, nos llevamos las manos a la cabeza. Qué duro, qué tristeza y qué tragedia. Porque no estamos preparados, somos débiles y pusilánimes ante cualquier ataque a nuestra inestable tranquilidad interior, aparentemente fuerte pero realmente vulnerable.

Friedrich Nietzsche entendió que el origen de la tragedia estaba en la Grecia presocrática, o al menos así lo expresó en su obra El nacimiento de la tragedia. Siendo su primer libro escrito y publicado ya como catedrático en filología, denunció la plenitud de los valores a los que ésta evocaba para acusar a Sócrates de su fin, entendiendo la obsesión del primer gran pensador por la racionalización de sistemas morales como la desembocadura y posterior pérdida del verdadero período de esplendor de la humanidad. Así, en obras posteriores el alemán afirmaría del cristianismo que es "platonismo para la plebe" y que es su obsesión por la "moral de esclavos", de sometimiento, de humildad y de respeto la que conduce a una sociedad incapaz de reconocer el poder del género trágico y temerosa de él. Podemos concluir, entonces, que es la influencia del cristianismo en la cultura occidental -posteriormente, como el propio Nietzsche denunciaba, exportada al resto del mundo- la que provoca nuestro miedo por lo trágico, por la aceptación de que, nos guste o no, el mundo es tragedia, porque la existencia de la vida implica la existencia de su contrario, la muerte, y así con el Ser e infinitas series de conceptos abstractos.

El diagnóstico es el primer paso, pero no el último. Para saber cómo salir de un agujero de ardua escapatoria debemos rebuscar en el único espectáculo que lleva la tragedia a la vida, que introduce la muerte en nuestra fina sociedad que inocentemente rehúye nuestra inevitable desaparición por simple miedo. Hablo, cómo no, de la tauromaquia, y concretamente de lo más abstracto de su filosofía, de cómo imprime una visión cercana a la muerte y ayuda a quienes nos acercamos a ella a reflexionar sobre la misma. Decía Ramón del Valle-Inclán: "La mayor manifestación del arte es la tragedia. El autor de una tragedia crea un héroe y le dice al público: Tenéis que amarle. ¿Y qué hace para que sea amado? Le rodea de peligros, de amenazas, de presagios... y el público se interesa por el héroe, y cuanto mayor es su desgracia y más cerca está su muerte, más le quiere. Porque el hombre no quiere a su semejante sino cuando lo ve en peligro (...). En los toros la tragedia es real. Allí el torero es autor y actor. Él puede a su antojo crear una tragedia, una comedia o una farsa. Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y más grande es la manifestación de arte". Acercarse a los festejos taurinos es quitarse la venda y apreciar con los ojos desnudos un mundo lleno de muerte, simple sigilosa pero al acecho, lista para hincar el diente. Es asumir que, al igual que el torero, cualquier persona puede morir en cualquier momento, en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Es aceptar la muerte como el final común que a todos unifica, reconocer en la vida el tópico latino vita flumen que Jorge Manrique nos explicó en sus archiconocidas coplas: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos, / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos.

Permítanme que invite a todos a investigar en lo más profundo de la filosofía taurómaca y a evitar el prejuicio de la muerte de animales. Porque, por encima de una apariencia sádica, cruenta y cerril se esconde una verdad de magnitudes inalcanzables, que merece ser conocida y juzgada; después, cuando dicha verdad asuste, porque no a todos gusta ver la cruda realidad, decidan si quieren seguir acercándose o, por el contrario, prefieren hacer oposición desde una posición de profundo conocimiento del espectáculo. Pero, si no les importa, ahórrense los juicios prematuros sobre el espectáculo más veraz y honesto que jamás alcanzarán a ver.

jueves, abril 02, 2015

El hundimiento

Madrid se llenó de gente ansiosa por ver toros. Toros serios, imponentes, con el trapío adecuado, con comportamientos alejados de la excesiva bondad que predomina hoy. Y para matar estos toros, seis, nada menos, un héroe, un valiente, un torero con todas las letras.

Lo dicho, ambiente insuperable. El papel voló en veinte minutos para el sorteo y terminó por acabarse también para la corrida. Una muchedumbre rodeaba la plaza desde la mañana hasta las seis, cuando 24.000 personas tomaron asiento. Presenciaron un acto temerario de cuatro idiotas "antitaurinos" que esperaban a la muerte de algún toro para montar su circo, pero tan tontos fueron que, previo chivatazo, la policía les buscó y desalojó. Habían roto la ceremonia de salida al ruedo y el paseíllo, habían calentado a la grada y habían hecho el ridículo. Uno más. Según llegaban las seis y diez salió el primero, el toro-toro, un precioso 'pabloromero' con más fachada que otra cosa. La corrida no se hundió porque nunca llegó a flotar, siempre fue plana y sosa, pero no aburrida. Momento cumbre fue el cuarto toro, de Don José Escolar, armónico, serio, muy bien hecho y casi bravo. Embistió al caballo desde los medios sin excesivas ganas, pero tal fue la calidad de las varas de Israel de Pedro que el público, cuando un inoportuno espontáneo al fin abandonó el ruedo, se puso en pie para ovacionarlo. Y quedaba la lidia de Ambel, inteligente, suave, corriendo hacia atrás y colocando al astado en el punto exacto, para después disponerse atento al quite.

El Escolar fue el mejor porque no tuvo competencia. Solo el Victorino que hizo quinto apuntó muy alto en el primer tercio, pero se lesionó la pata y el presidente, tardo pero providencial, lo mandó al corral. Fandiño atosigó, ahogó y aniquiló a sus oponentes, especialmente al mencionado cuarto, el que más tuvo para atosigar, ahogar y aniquilar. No anduvo fresco, no tuvo ideas, tan solo pegas, malas caras, destemple y poca paciencia.  Decepcionó porque en días anteriores había hablado de vida o muerte, había apelado a la mística, a lo épico, a lo sobrehumano, con razón probablemente, pero con ese toque chulesco y con ese ego alimentado tan característico de su persona. Si es que es persona.

Y ante un espectáculo con tan altas expectativas y tan bajo resultado, el público, aun llenando la plaza, defraudó. Defraudó la excesiva tasa de alcohol en sangre, que mediante copas o simple botellón fue in crescendo durante la corrida, defraudaron los cánticos políticos y de ideología fachosa, casposa, putrefacta y retrógrada del minuto de silencio, y defraudó, por encima del resto, la salida entre almohadillas del matador, del héroe vencido, de quien lo intentó pero no pudo o no supo: eso nunca lo sabremos.