Friedrich Nietzsche entendió que el origen de la tragedia
estaba en la Grecia presocrática, o al menos así lo expresó en su obra El nacimiento de la tragedia. Siendo su
primer libro escrito y publicado ya como catedrático en filología, denunció la
plenitud de los valores a los que ésta evocaba para acusar a Sócrates de su
fin, entendiendo la obsesión del primer gran pensador por la racionalización de
sistemas morales como la desembocadura y posterior pérdida del verdadero
período de esplendor de la humanidad. Así, en obras posteriores el alemán
afirmaría del cristianismo que es "platonismo para la plebe" y que es
su obsesión por la "moral de esclavos", de sometimiento, de humildad
y de respeto la que conduce a una sociedad incapaz de reconocer el poder del
género trágico y temerosa de él. Podemos concluir, entonces, que es la
influencia del cristianismo en la cultura occidental -posteriormente, como el
propio Nietzsche denunciaba, exportada al resto del mundo- la que provoca
nuestro miedo por lo trágico, por la aceptación de que, nos guste o no, el
mundo es tragedia, porque la existencia de la vida implica la existencia de su
contrario, la muerte, y así con el Ser e infinitas series de conceptos
abstractos.
El diagnóstico es el primer paso, pero no el último. Para
saber cómo salir de un agujero de ardua escapatoria debemos rebuscar en el
único espectáculo que lleva la tragedia a la vida, que introduce la muerte en
nuestra fina sociedad que inocentemente rehúye nuestra inevitable desaparición
por simple miedo. Hablo, cómo no, de la tauromaquia, y concretamente de lo más
abstracto de su filosofía, de cómo imprime una visión cercana a la muerte y
ayuda a quienes nos acercamos a ella a reflexionar sobre la misma. Decía Ramón
del Valle-Inclán: "La mayor manifestación del arte es la tragedia. El autor
de una tragedia crea un héroe y le dice al público: Tenéis que amarle. ¿Y qué
hace para que sea amado? Le rodea de peligros, de amenazas, de presagios... y
el público se interesa por el héroe, y cuanto mayor es su desgracia y más cerca
está su muerte, más le quiere. Porque el hombre no quiere a su semejante sino
cuando lo ve en peligro (...). En los toros la tragedia es real. Allí el torero
es autor y actor. Él puede a su antojo crear una tragedia, una comedia o una
farsa. Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y
más grande es la manifestación de arte". Acercarse a los festejos taurinos
es quitarse la venda y apreciar con los ojos desnudos un mundo lleno de muerte,
simple sigilosa pero al acecho, lista para hincar el diente. Es asumir que, al
igual que el torero, cualquier persona puede morir en cualquier momento, en
cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Es aceptar la muerte como el
final común que a todos unifica, reconocer en la vida el tópico latino vita flumen que Jorge Manrique nos explicó
en sus archiconocidas coplas: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la
mar, / que es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / y
consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos, /
y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos.
Permítanme que invite a todos a investigar en lo más
profundo de la filosofía taurómaca y a evitar el prejuicio de la muerte de
animales. Porque, por encima de una apariencia sádica, cruenta y cerril se
esconde una verdad de magnitudes inalcanzables, que merece ser conocida y
juzgada; después, cuando dicha verdad asuste, porque no a todos gusta ver la
cruda realidad, decidan si quieren seguir acercándose o, por el contrario,
prefieren hacer oposición desde una posición de profundo conocimiento del
espectáculo. Pero, si no les importa, ahórrense los juicios prematuros sobre el
espectáculo más veraz y honesto que jamás alcanzarán a ver.
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