El único modo de explicar y
entender la exigencia que implica que algo, cualquier detalle, sea perfecto en
el mundo de los toros -así como en cualquier otra disciplina, arte o práctica- es
definir precisamente eso: la perfección. ¿Qué es y, de manera más importante, dónde
la podemos encontrar? Podría estar en un pase de Morante, pero sus birrias de
oponentes acostumbran a tener pitones sin punta y menos fuerza que el Ejército
del Vaticano. Podría estar en el comportamiento de un toro perfecto, o en
términos platónicos, ese toro del que el resto participen para imitarlo sin
conseguirlo, tal que asombre a quien lo vea y permita a quien toree, pero no
hace falta ser un experto taurófilo para conocer la dificultad de que un solo astado
reúna las condiciones idóneas para gustar a todos los aficionados, entre los
que el nivel de exigencia suele rozar cotas altas. Aún más, el fuerte carácter
subjetivo de los juicios taurinos convierte en imposible que un toro guste por igual
a todo el que vea, analice y examine su comportamiento. Lejos de todo esto, la
idoneidad de un festejo empieza por la planificación del mismo, y deja para una
segunda fase, mucho menos importante, su desarrollo. En otras palabras, no es
tan importante que un toro humille más o menos como que pertenezca a una
ganadería cuya presencia en una plaza o feria esté justificada, tenga los
pitones en regla y se enfrente a un matador experto en ese y en tantos encastes
como existan: son esos los tres pilares de la tauromaquia: la justificación, la
verdad y la variedad.
Las relaciones causa-efecto
tienen en la tauromaquia un gran exponente: la entrada de un torero en tal o
cual feria ha de estar justificada por sus actuaciones en la misma plaza
durante años anteriores o en distintas ferias de esa misma temporada. Lo
contrario se convierte en un atentado contra lo que examinamos: el aficionado.
Elaborando carteles taurinos se deben emplear, por tanto, el castigo negativo -si
lo haces mal, no vuelves- y el refuerzo positivo -si lo haces bien, vuelves-.
Toro, torero, "figura" o banderillero. Cuanta más exigencia, mejor.
En cuanto a la verdad, se trata de ese componente esencial para defender la
fiesta de los toros. Nadie niega que matamos animales y no somos capaces de
presentar explicaciones convincentes, si bien es cierto que no tienen mucho
lugar dentro de las estrechas cabezas de los antitaurinos. Pero si a un toro le
afeitas los pitones pensará que son más largos de lo que verdaderamente son, y
será tan improbable que te alcance como que, de hacerlo, sea capaz de romper
una taleguilla. Si en un combate de tú a tú declinamos la balanza hacia un lado
sin que la pieza clave -el toro- pueda hacer nada, dejará de ser una lucha de
igual a igual para ser una tortura indefendible. Manipular es torturar.
El aficionado demanda, por
último, variedad. La emoción que transmite la lidia y muerte de un toro puede
disiparse si tanto el comportamiento del mismo como la lidia en sí son previsibles.
Cuando las figuras matan siempre el mismo tipo de toro y, por extensión, el
resto de toreros se enfrentan exclusivamente a lo que rehúyen los mandamases,
aburrimos al aficionado y pervertimos al espectador, que da por hecha la
actitud clasista de la fiesta fijando escalafones fijos e inamovibles en el
conjunto de matadores y toreros en general. Sobre cómo se consigue que el
espectador acepte y defienda este espectáculo falsamente heterodoxo hablaremos
en la próxima entrega.
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