Caray. Parece que la fiesta vaya a desaparecer por la
ausencia de jóvenes en los tendidos. Una catástrofe, vaya. Que no. Que la
fiesta desaparecerá por otros motivos. Quizás por carteles que repiten más que
la cebolla, por empresarios mangantes que roban la afición o por el
empobrecimiento paulatino de un espectáculo rico en detalles que se vuelve
constante y homogéneo. Quizás porque nos roban dos de los tres tercios que
existen desde qué sé yo cuándo, porque los artistas torean una vez al año y estafan
las otras 364 o porque el místico de cornada por corrida se expone a cogidas
para ganar la fama de temerario y recoger cientos de miles de euros por tarde.
La fiesta desaparecerá, claro. No le queda mucho, porque ser
antitaurino es chic. Si no eres anti,
no eres guay, sino un sádico de mierda que disfruta con subnormales pegando cuchillazos
a un toro. O eso dicen. Lo dicen los que dedican su vida a odiar y despreciar a
otros humanos. Los que no distinguen animales salvajes de domésticos, y
comparan a su perro con un toro, los muy jodidos.
Es la deriva natural de una sociedad llena de urbanitas que
desconocen cualquier principio del campo y capaces de dejarse llevar por las
modas. Pantalones remangados, camisas atadas hasta arriba... y antitaurinos. Hay
muchos jóvenes antitaurinos, más que adultos. Dos son los motivos: la
vulnerabilidad de los niños, que aceptan y defienden con uñas y dientes
cualquier mensaje que la tele introduce en sus pequeñas cabezas, y el
infantilismo reinante que sólo se supera (de media) llegados los treinta años,
o algo por el estilo. Quizás el antitaurinismo sea cuestión de madurez. Igual
hacen falta primaveras para distinguir gustos de derechos. Por aquello de que
si yo prohíbo lo que no me gusta, me cargo el baloncesto. Que me parece un
coñazo.
Hay pocos jóvenes en los toros, pero hay más que nunca. La
tauromaquia siempre fue afición de quien encuentra trabajo estable y una mujer
con la que criar niños gritones. Los veinteañeros siempre estuvieron (y aún
están) más a la uni o la fiesta. Sobre todo a lo segundo. Y es normal. El
ochenta por ciento de los asistentes a las corridas de toros son ocasionales, y
se pasean por allí para lucir la nueva americana y los zapatos más horteras de
la tienda. El problema no es que vayan pocos jóvenes. Porque nunca fueron.
El problema de la fiesta es la pedagogía basura que la
prensa del sector ejerce hacia los jóvenes. Esos portales tradicionales
vendidos a las exigencias de los que hacen el paseíllo, haciendo la pelota a
quien les unta y criticando a quien opta por la honradez. Portales con
pseudo-periodistas mentirosos. También los hay listos y profesionales, pero
esos mienten sabiendo que lo hacen. Y oye, mentir está feo, pero si ese es el
único modo de ganarse la vida, yo les entiendo. Aunque no les justifique.
Hay otro cáncer en los que salen por la tele. Hacen
reportajes del campo magníficos, pero rozan el ridículo cuando omiten petardos
escandalosos, evitan denunciar injusticias o abusos de toreros y empresarios,
etc. Los del plató también son responsables de hablar mucho de las figuras y
poco de los matadores de alternativa reciente. Y los muy cachondos denuncian en
coloquios la escasa repercusión que se les da a los toreros nuevos. Pues
aplíquense el cuento, que ya va siendo hora.
No es un problema que en los toros haya pocos jóvenes. Las
iglesias están llenas de octogenarios, y también tienen detractores, pero nadie
cuestiona que la religión tiene el futuro asegurado. El problema, el que podría
matar a la fiesta, es la escasa afición de los pocos jóvenes que van. La prensa
del sector taurino es culpable de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario