No es fácil para el lector comprender que al cronista no le
agrada dar palos a diestro y siniestro. Que, aunque parezca que algunos nos
limitamos a destruir, y aunque los profesionales nos acusen de hacerlo,
criticar es deber moral y no pasatiempos superficial. Y que, cuando hay motivos
para elogiar, los cronistas -hablaré mejor por mí- aprovechamos la oportunidad
y alabamos a quien lo merece.
Lo merece Juan Ignacio Pérez-Tabernero. La cuarta del abono
de Salamanca fue una corrida excepcional de Montalvo a la que faltó, a lo sumo,
algo de fondo, de duración. Suyos fueron cuatro toros, completados con los dos
de Capea que Pablo Hermoso de Mendoza rejoneó y mató sin pena ni gloria. Con la
intrascendencia de quien pierde en toda comparación con sus compañeros de
cartel, porque ellos sí se juegan el tipo, sí se enfrentan a pitones astifinos.
Mató el navarro ejemplares cuajados pero desmochados, mutilados casi
ofensivamente. El rejoneo es aquello a lo que se dirige México y lo que algunos
ansían para España: triunfalismo simplista, espectacularidad banal. Aunque hoy
lo fuera menos, por un Pablo Hermoso dispuesto pero paradójicamente frío,
incapaz de sorprender ni al neófito, porque hasta aquél conoce los movimientos
venideros.
Lo importante fue a pie. El torero de la casa, el salmantino
Juan Del Álamo, salió a hombros acompañado por un exultante Sebastián Castella.
Lo hizo tras cortar dos orejas a su primero, el tercero de la tarde. El
enmorrillado humilló y embistió con templanza desde los primeros pasajes al
capote, en los que se gustó Juan, con la barbilla en el pecho, asentada como
una estaca, meciendo la capa con suavidad exquisita, gusto memorable. Intercaló
dos chicuelinas de pulso suave y remató con una revolera un recibo capotero que
cambió la dinámica de la feria de golpe y plumazo. Tal cual.
Cogió el astado a
Agustín Serrano en el primer par de banderillas, al que acudió con brío y
alegría. Los mismos que conservó en la muleta de Del Álamo, desplazándose con
nobleza, humillación y prontitud. Y no terminó de redondear el torero local,
porque abusó de la periferia y muletazos hacia fuera, siguiendo esa tauromaquia
moderna de la que se ha impregnado, pero tal fue su actitud y tan ajustadas las
manoletinas finales que el bajonazo sucedido de muerte encastada no evitó el
momento de pañuelos al aire y silbidos a mansalva. Hubo quien pidió incluso una
exagerada vuelta al ruedo al burel -se repuchó del puyazo y perdió fuelle en la
franela del matador-.
Dos orejas a Juan impulsaron a Castella para dar la vuelta a
la tortilla. Porque el segundo de la tarde, su primero, había sido otro toro de
categoría, más justo de fuerza y por ello protestón, pero noble y boyante a
partes iguales, que el francés no había terminado de entender, y para cuando lo
había logrado el astado se había venido abajo, como desinflado por tanto
muletazo sin sentimiento, sin alma, con frialdad y destemple. El quinto fue un
manso de carreta: huidizo y temeroso, se mantuvo cerca de toriles durante los
primeros tercios, huyendo de capotes, evitando al picador. Enloqueció el
tendido joven y comenzó a pedir la devolución del manso, antirreglamentaria de
libro. El presidente no cedió y mantuvo en el ruedo al toro que, tras ser
picado en la querencia y banderilleado de aquella manera, se entregó en la
muleta del de Béziers con el recorrido que da la mansedumbre, porque de manso
se abría y salía despedido hacia fuera, alargando los muletazos y al mismo
tiempo obligando a Castella a dejar la muleta en la cara. Y lo hizo Castella en
una tanda de naturales de soberbio trazo, de temple superior. Brotaron los olés
en el tendido. Éste, entusiasmado, pidió dos orejas que fueron concedidas tras
una estocada caída mas efectiva.
Quedaba uno: el cierraplaza, peor presentado que sus
hermanos, todos ellos serios, cuajados, bajos, bien hechos. Cortesano fue largo, escurrido y bizco
de un pitón que, para más inri, se lesionó, quedando alarmantemente gacho.
Recortó en busca de las avivadoras y se entregó con apabullante casta en la
muleta de Del Álamo. Abusó el salmantino de abrir el compás y aliviarse hacia
fuera -impoluto quedó el blanco y plata tras dos horas y media de festejo-.
Circulares invertidos de protocolo y arrimones abusivos que ahogaron al toro
precedieron a un metisaca incomprensiblemente ovacionado -se nos han ido de las
manos las celebraciones de cualquier cosa que no sea un pinchazo- y un espadazo
en todo lo alto que no obstante se escupió solo. Oreja para sumar tres y rumbo
a Albacete. Que mañana será otro día.
Dos toros de Capea: primero mocho y chico; cuarto alto,
grande; y cuatro toros de Montalvo: segundo astifino, enmorrillado; tercero
cerrado de pitones, cuajado; quinto bajo, bien hecho; sexto largo, suelto de
carnes.
Pablo Hermoso de Mendoza: Silencio, ovación con leve
petición.
Sebastián Castella (azul marino y oro): Ovación tras dos
avisos, dos orejas.
Juan del Álamo (blanco y plata): Dos orejas, oreja.
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