Bilbao. La decadencia. El quiero y no puedo. El fui y no
soy.
Bilbao se convirtió. Perdió su esencia, la que tanto
prestigio le dio. Será el Guggenheim, será la globalización. Quizás la tele, el
triunfalismo de Tendido Cero, el populismo de las figuras o la banalidad con
que gentes varias asumen la fiesta. Por una cosa o por otra, la Bilbao
aficionada ha sido sustituida por la Bilbao espectadora.
Espectadora de un espectáculo con cuestionable razón de ser.
De la conversión de una fiesta llena de matices culturales y trágicos por una
tarde de divertimento. Del alcohol y puro. Y de no entender lo que ocurre en el
ruedo, ni preocuparse por ello.
El triunfalismo vende, y qué decir del populismo. Ambas las
aúnan las declaraciones de los responsables de la vertiginosa debacle. El
presidente de la plaza o diversos miembros de la Junta Administrativa, que
analizan el petardo de Bañuelos como un simple borrón. No, señores, eso no fue
un borrón. Bañuelos fue lo más bajo de un valle. El cauce de un río. Un río de
mierda bajo el cual subyace enterrado el respeto al toro. Porque lo hubo un
día, pero se lo tragó la nueva civilización. La que se construye hacia arriba y
sepulta un pasado que olvida.
Bilbao muere por inanición, como lo hará próximamente la
totalidad del mapa taurino. Porque la gente no va a los toros, y las corridas
apenas son rentables. La gente no va a la plaza porque la moda es apoyar la
prohibición dictatorial de lo que no gusta. Lo bien visto es odiar y atacar, en
lugar de escuchar y aprender. Es la moda de un país de catetos guiados por
catetos en busca de llamar cateto a cualquiera que no coincida con ellos. Pero
el motivo da igual: lo importante es que a los toros vamos cuatro, y aunque el
año pasado fuéramos tres, tan leve repunte no garantiza un futuro.
Modas aparte, si en Bilbao se ve tanto azul es porque los
carteles son repetitivos, monótonos. No hay nada nuevo. Sólo hay figuras. Figuras
que no llegan a llenar la plaza en los días de relumbrón. Y los aficionados de
fuera, insatisfechos con el elenco ganadero, con la escasez de jóvenes y con la
abundancia de matadores sin merecimientos que sobran, no se desplazan a Bilbao
desde su ciudad.
Sólo hay algo en lo que Bilbao sigue siendo lo que fue: Alcurrucén
y Victorino. Corridas completísimas de ambas ganaderías rememoran a los
azulejos que muestran los premios otorgados en los años recientes. Alcurrucén
dispuso un toro de bandera para que lo desorejara el rey de la torería
ortodoxa; Victorino, por su parte, entretuvo a aficionados que esperaban toros
auténticos. De los que escasean. Trajo de Cáceres un abreplaza bravísimo y
toros encastados de oreja u orejas. Como es habitual.
Y hay un aspecto fundamental en el que Bilbao ha cambiado:
el torismo. Se aplaude torear hacia fuera a mansos sin casta, se jalean medios
muletazos a media altura, se ovacionan tandas al hilo. Porque no se valora al
torero en función del toro y viceversa; al contrario, se asume que el bicho
debe cumplir la función de una carreta. Así que el toro da igual. Sólo importa
el torero. Alto, bajo, gordo. Mira al del puro, qué gracioso. Verónicas
enganchadas ahuyentan fantasmas del buen toreo. Pero a la gente le da igual, la
gente lo aplaude. Lo admira, incluso. Es torero, todo vale. La crítica es tabú.
Hubo toro, no hubo Bilbao. Hubo torero, pero sólo uno. Sin
escenario ni actores secundarios, ningún protagonista es capaz de sostener la
obra.
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