Siempre estuvo cerca. Al fin y al cabo, Arnedo y Bilbao
están a tiro de piedra. Así que Diego Urdiales puede ser considerado torero de
tierra vasca, porque siempre fue muy respetado y querido en Vista Alegre.
Matador de emergencia para sustituciones de improviso y matador de admirable
capacidad muletera para victorinos enrabietados. También para aquellos que se
entregan y rompen por abajo. Recientemente toreó uno así.
Pero hoy se estrechó el lazo entre Diego Urdiales y Bilbao,
y fue con un Alcurrucén. Se afianzó, torería mediante, la relación que los une,
el respeto mutuo que se movía entre el aprecio de los organizadores y la
admiración del riojano. Admiración por el coso de la arena oscura, por la
afición respetuosa al tiempo que entendida.
Hoy toreó Urdiales. Dejó en evidencia a cualquier matador
que haya paseado un apéndice a lo largo de esta semana. Porque se hartó de
torear con personalidad propia, pureza encomiable, afán de superación y logro
de la misma. Hasta lágrimas hubo. En Diego, en servidor y en otros tantos.
Se salió toreramente a los medios con el cuarto que apuntó a
manso. Y empezó el recital. Derechazos con la panza de la muleta, muletazos
lentos y profundos, naturales templados, hacia dentro, rematados tras la
cadera, escuchando el crujir de las costillas del toro. Dolía doblarse ante el
poder de un héroe, pero Favorito
siguió con apabullante nobleza, inmensa calidad, inolvidable son. Por este
pitón, por el otro y por el de más allá. Por cualquier sitio. Chispa justa,
igual que el fondo, pero duración suficiente para cinco tandas de explosión. De
emociones, sentimiento, olés. La faena de su vida.
Y tomó la espada. Porque Diego ha toreado muy bien muchas
veces y en muchos sitios, pero siempre le ha costado rematar. Siempre ha sido
difícil dar con la cruz y empujar el estoque hasta la bola. Esta vez no fue
así. Se tiró como una vela Urdiales, derecho al pitón del toro, dio con la
diana móvil y empujó. Sintió y logró la muerte de un toro cuya cabeza guardará
disecada. Y rompió a llorar, por la emoción de torear como nunca, por la pasión
por el toro nunca debidamente premiada, por abrir la inalcanzable Puerta Grande
de Bilbao. Un hombre valeroso lloró como un niño, sentado en el estribo y
mirando al cielo.
No fue fácil compartir cartel con Urdiales. Ya había cortado
una oreja al abreplaza con el gusto de la casa. En esa ocasión no había
redondeado. Toro mirón, probón y desclasado. Derrotes que incomodan a
cualquiera. Sólo un espadazo había limpiado las dudas que el escaso ajuste pudo
sembrar.
Así que Castella y Perera estuvieron por debajo del riojano.
Claro. Como para no. No picó el francés a ninguno de sus dos toros. El segundo
de la tarde tuvo tanto empuje como inteligencia. Tan crudo y tan listo, miraba
a Castella como diciendo quita que te cojo. Dudó Sebastián, pegó medios
muletazos ciertamente periféricos y ya se le había pasado el tiempo. El quinto
fue otro manso que pidió medios.
Dos péndulos poco ajustados y una primera
tanda de nulo temple trasladaron a Califate
hasta la boca de riego, donde aguardó tardo. Embistió con nobleza sin querer
repetir en el tercer muletazo, condenando las tandas a una extensión limitada,
en tierra de nadie. Se pasó de faena el de Béziers antes de cuadrar al toro de
aquella manera y colar una estocada ligeramente tendida.
Peor estuvo Miguel Ángel Perera. El extremeño se imita a sí
mismo, o lo que es lo mismo, torea igual que la temporada pasada sin tener que
torear igual que la temporada pasada. Inicios con transmisión, muletazos largos
y arrimones de vértigo. Este año, como los inicios y los muletazos no son ni
emocionantes ni largos, los arrimones se antojan absurdos e injustificados. Así
que Perera y su toreo pierden razón de ser.
El anovillado tercero (sólo el desarrollado morrillo
disimuló el trapío) se movió con un incómodo rebrinque insalvable, ni con mano
baja. Lo intentó Perera con actitud, pero pagó la aparente frialdad y su
inevitable consecuencia: no llegar al tendido. El cierraplaza, un precioso
burraco con hechuras para enmarcar, fue soso como él sólo, tanto (¡o más!) que
el mismo Perera. Sin casta ni emoción. Tomó bien la muleta, pero deslució cada
pase saliendo por arriba, distrayéndose hacia el tendido. Quizás impresionado
por la pasión que en él se vivía. Aún recordábamos la faena de Urdiales.
Seis toros de Alcurrucén: primero bien hecho, manicorto;
segundo largo, culipollo; tercero enmorrillado, justo; cuarto lavado de cara,
cornivuelto; quinto abierto de sienes; sexto guapo.
Diego Urdiales (rioja y oro): Oreja y dos orejas.
Sebastián Castella (tabaco y oro): Ovación y ovación.
Miguel Ángel Perera (gris plomo y oro): Palmas y palmas.
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