Claro que es un problema que los toros exijan. Un problema
serio, porque se acentúa cuando la gran mayoría de los toreros no sabe
responder a las complicaciones que la casta presenta. No saben porque en las
escuelas se enseña la plasticidad y la estética del toreo moderno, obviando el
macheteo y las faenas sobre las piernas que antaño ratificaran el dominio sobre
una bestia y la prepararan para su muerte. La de hoy, séptima de San Fermín, no
fue ni mucho menos una buena corrida de José Escolar, pero fue una tarde de juego
variado, toros exigentes y resultados muy dispares. Una tarde de interés, en
una palabra. De nulo aburrimiento. De esas que se necesitan con urgencia cuando
las tardes que han precedido se cuentan por petardos.
No pudo ser una mala tarde si un matador abrió la Puerta
Grande. Lo hizo Paco Ureña con méritos para ello, especialmente si el criterio
de Pamplona está lejos de ser de plaza de primera y si el valor de las orejas
está depreciado hasta mínimos históricos. Su primer toro, el tercero de la
tarde, embistió con humillación de salida y desarrolló sentido en banderillas
-fue el denominador común del sexteto-. A solas con su matador, mostró la necesidad
de distancia media y mano baja, obteniendo la segunda pero no la primera.
Aunque encimista, Ureña estuvo dispuesto y valiente. Su abuso del pico no
pareció importar, pero fue clave en la faena: el toro se tornó en alimaña
cuando vio huecos entre muleta y torero. Pamplona pidió la oreja. El
cierraplaza fue otra historia. El hasta ahora toro de la feria, Costurero-33, rematado corniabierto con
imponente trapío, se entregó en el caballo -bien humillado, metiendo riñones,
sin rehuir la pelea y, de manera más importante, intensificándola cuando
aumentaba el castigo- y apretó en banderillas bajando la cara en el embroque. Fue
un toro muy bravo. La decente labor de la cuadrilla y el magisterio como
caballista de Pedro Iturralde pusieron todo de su parte. Lo toreó Ureña
entendiéndolo a la perfección, dejando la distancia necesaria y tapando la
salida con la muleta. El encastado humillador, también enclasado y con más
recorrido que sus hermanos, se vino a menos para terminar mirando al tendido
entre tanda y tanda. Le costó redondear al murciano, porque Costurero fue de auténtico lío, para
cortarle las orejas y salir impetuosamente catapultado hacia las distintas
plazas de España. Pero por encima de todo eso: la inteligencia de sus faenas y
su plena disposición, que contrastó enormemente con el pasotismo de sus
compañeros de cartel, lo convirtieron en digno merecedor de abrir la Puerta
Grande. Y así lo hizo.
La tarde de contrastes quedó simbólicamente representada en
el petardo mayúsculo del maño Paulita. La espantada con el escurrido segundo,
resabiado que no pasaba, fue indigna de quien debe salir a las plazas de primera
a ganarse el pan. Las dificultades del oponente, que por la mañana había
sembrado el pánico en el encierro repartiendo dos fuertes cornadas, hicieron
pensar al zaragozano que debía darle muerte tras una insignificante tanda de
tanteo. Se saltó los trámites necesarios: esa lidia antigua sobre las piernas,
ese macheteo, ese poder a los toros para matarlos quedando por encima. Al
revés; quedó por debajo y abucheado por el tendido. Pero no aprendió la
lección, porque con el quinto se repitió el cuento, con una importante
diferencia: éste fue, además, un buen toro, desmesuradamente castigado en el
caballo -le taparon la salida y le picaron trasero, bajo y fuerte- y, para
agravar más la situación, penosamente bregado por Téllez. La exagerada
hemorragia evidenciaba la cruel masacre que el picador llevó a cabo con el
beneplácito del matador. Así echaron por tierra cuatro años de intensos
cuidados. Se paró y se defendió. Lógico.
Un año más, apareció en los Sanfermines Francisco Marco, el
veterano torero de la tierra. Articula sus temporadas en torno a esta fecha,
porque es habitualmente la única que tiene. Abrió plaza un precioso toro que
tardó poco en lesionarse, para ser sustituido por un ejemplar estrecho y alto
de agujas. Rehuyó toda pelea como manso que fue, pretendiendo incluso colarse
por ambos pitones. A pesar de todo, sus intenciones no fueron malas y su
nobleza se impuso sobre la mala casta que parecía portar. Sorprendió la
habilidad con la espada de alguien tan deshabituado a matar toros. La estocada
entera y bien arriba dio por finalizada una faena de desconfianza y
comprensibles dudas. El corniabierto cuarto, toro de la merienda, fue muy
picado y desarrolló en banderillas -tanto que, saltándose el reglamento, la
presidenta cambió el tercio con únicamente tres avivadoras-. Tuvo la cabeza de
un Premio Nobel: listo como él sólo, aprendió del primer hueco que Francisco
Marco enseñó y comenzó a colarse buscando más al torero que al trapo. Así que
el navarro pasaportó al bicho convertido en alimaña con una estocada
ligeramente baja pero suficientemente efectiva. Pamplona lo juzgó con la benevolencia
propia de una afición que se puede considerar poco menos que familia del torero.
Veremos cómo resuelve otra difícil papeleta el año que viene.
Seis toros de José Escolar: primero muy serio y bien hecho;
primer bis estrecho y alto; segundo bajito, playero, tapándose por la cara,
escurrido de carnes; tercero rematado, muy armónico, ligeramente cuesta arriba;
cuarto corniabierto, muy en Saltillo; quinto algo cornivuelto, largo, con poco
cuajo; sexto bonito, con trapío:
Francisco Marco (azul celeste y oro): Silencio y silencio.
Paulita (blanco y oro): Bronca y bronca.
Paco Ureña (verde manzana y oro): Oreja y oreja con
petición.
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