En su libro Seis claves
del arte de torear (Ediciones Bellaterra, 2013), el filósofo francés
Francis Wolff cuenta de manera concisa que la tauromaquia dieciochesca giró en
torno a la actualmente denominada suerte suprema, el momento final y decisivo,
la hora de matar al toro. Hacia 1830, constituidos ya los tres tercios de la
lidia, cobró importancia el dominio del hombre sobre la bestia, como prueba
irrefutable de la superioridad de la razón y la inteligencia propiamente
humanas. La dominación pasaba a ser un fin en sí misma y la muerte la prueba de
dicha superioridad, dejando atrás tiempos en que la muerte era el objetivo al
que quedaba supeditada la dominación. Fue en la Edad de Oro, pasado 1910,
cuando Juan Belmonte introdujo, en las oscuras capeas de torerillos prófugos de
"La Tablada", el toreo moderno, que fundía la ética y la estética del
hasta entonces conocido. Belmonte aunó dos conceptos que hasta ese momento eran
irreconciliables: el torero no sólo se jugaría el tipo para demostrar su
superioridad sino que, al mismo tiempo, crearía una obra de arte con su propio
cuerpo.
Hoy, en la sexta de San Fermín, Miguel Abellán abrió la
Puerta Grande sin acordarse de los principios belmontistas sobre los que su
tauromaquia (y la de todos) debe asentarse. Dejó de lado la ética de jugarse el
cuerpo, con la suerte cargada y el toro ceñido, para pasarse al bando periférico
y ventajista. Se adueñó del pico de la muleta para utilizarlo como recurso
mentiroso: el de no embeber la embestida del toro y aprovecharse de esa
circunstancia para pasearlo cual perro inofensivo. Abellán se colocó, además,
fuera de cacho, cuando no en el cobijo que da la pala del pitón. Belmonte, de
verlo, se habría vuelto a suicidar. El madrileño cortó así una oreja al serio
abreplaza: le valieron un inicio entregado y suficiente inteligencia para
acompañar sin mandar la briosa y enclasada acometida del oponente. Un natural
fue soberbio, sólo uno; uno en el que metió riñones, enganchó al toro dándole
el medio pecho, le bajó la mano y lo llevó hacia los adentros. Lo demás, pases
vacíos. Como vacíos fueron también los que el sumiso cuarto aceptó. Fueron las
suyas embestidas alegres y boyantes, propias del buen Domecq -en ambos sentidos
de la palabra, en calidad de comportamiento y en benevolencia de intenciones-.
El largo pitón izquierdo fue de lío, pero no lo vio Abellán que, con otro
trasteo irregular e insignificante a partes iguales, se conformó con la mitad
del premio que debió obtener. Hubo horrendos circulares que bien sirvieron para
resumir su afanosa labor. Pero, en definitiva, sumó dos trofeos con fuerte
petición del tercero, que quedó en vano gracias a asesores y presidenta.
Discrepó ostensiblemente el torero, que incentivó la protesta de las peñas con
gestos vulgares y patéticos. Y es que este año no damos para tanto numerito de
los matadores.
Y con esto, fin de la corrida. El resto de la tarde estuvo
marcada por la inservible corrida de Fuente Ymbro. Inservible y, dicho sea de
paso, sospechosa de pitones. En Pamplona. Hubo a lo sumo cierto interés en el
encastado y correoso sexto, que quedó crudo en el caballo y requirió unos
doblones que nunca obtuvo. Iván Fandiño no se confió hasta que una fuerte
voltereta lo despertó; en ese momento, al fin, echó la moneda al aire: bajó la
mano, dio poder a su muleta, toreó hacia los adentros y, sintiéndose podido, el
manso capituló. La cara ensangrentada de Fandiño recordó a esa vista imagen de
José Tomás, el héroe que pagó la victoria con su propia sangre. Lástima que
ante estos tintes épicos el sainete a espadas privara al vasco de tocar pelo.
Su primero fue tan bonito como inválido. Invalidez y defensa en las embestidas
que Fandiño leyó para, con buen criterio, abreviar. De esos veinte minutos sólo
fue destacable el excelso par de banderillas que Miguel Martín clavó asomándose
al balcón.
Al extremeño Miguel Ángel Perera, para su desgracia -y,
viendo su hasta ahora floja temporada, para más inri-, le tocó el mal lote. El
impresentable por mal hecho segundo se comportó como correspondía a sus
hechuras y a su corto y montado cuello: rebrincado, sin humillar, protestón y
rajado. La mano baja del adversario hundió al toro en su miseria. El pero de
Perera: descargó la suerte de manera sistemática. De hecho, también lo hizo con
su segundo, el quinto, templado de salida que se vino arriba en banderillas
para quedarse sin combustible cuando el cronómetro empezó a correr. Se recogió
y encogió, como evidenciando el mal que en él habían hecho los ingredientes que
aseguran encierros seguros. Y habría muerto sin necesidad de estocada.
Seis toros de Fuente Ymbro: primero abierto de sienes, nada
exagerado; segundo mal hecho, atacado; tercero bajo, bien conformado, cuarto
serio, gordo; quinto armónico; sexto feo.
Miguel Abellán (blanco y plata): Oreja, oreja con petición
de la segunda.
Miguel Ángel Perera (verde botella y oro): Silencio tras
aviso, silencio.
Iván Fandiño (gris plomo y oro): Silencio y silencio tras
aviso.
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