Estas noticias sobrecogedoras se convierten en la excusa perfecta para arremeter, sin conocer las características particulares de cada caso, contra quienes han muerto corneados por inconscientes y contra quienes planearon estos festejos con medidas de seguridad muy livianas. Pero es necesario recordar que no existen medidas suficientemente seguras para los eventos en los que el protagonista es una fiera brava que tiene por deber coger y, si puede, matar, o al menos tan seguras como para garantizar al mismo tiempo la posibilidad de presenciar o tomar parte del evento y la total garantía de que nadie saldrá corneado o con los pies por delante. Cuando el epicentro de un festejo popular tradicionalmente arraigado es el toro, todo aquel que participe de algún modo debe ser consciente del riesgo que ello entraña. La presencia de la muerte es inevitable y, por ello, la principal labor de la autoridad correspondiente debe ser la precaución y la concienciación de los participantes. Podría actuar, en todo caso, evitando la participación de borrachos inconscientes que buscan simple peligro sin estar en plenas facultades y que pueden acabar muertos. Ninguna otra medida de seguridad sería lícita, porque los actuales alcaldes de los pueblos en los que se celebran festejos con toros bravos no son quiénes para modificar a su antojo las normas históricas de esos festejos, que al fin y al cabo son normas arbitrarias y autosuficientes, en tanto que existen por su vigencia y no por figurar en ningún papel o documento oficial.
Claro que ahora, como estamos en España, aparecen los clásicos gañanes sabelotodo que, a toro pasado, advierten del peligro y claman la prohibición de estos espectáculos. Qué tradicional comprobar que la costumbre de buscar culpables y desearles los peores males se mantiene vigente en un país envidioso y revanchista. Al grito de “es que esto se venía venir”, se autoproclaman sabios conocedores de los incuestionables riesgos que se asumen en eventos con toros de lidia y culpan a quien haga falta de los peores desastres: cargan incluso contra el octogenario y el hombre de 43 años que resultaron muertos. Amigos gañanes: estas personas son pobres víctimas de la cuestionable implicación de los gestores a la hora de desarrollar la campaña de concienciación (que no regulación) necesaria antes de soltar al toro por las calles. Pero no haber realizado esa campaña o no haber logrado que tuviera eco no debe tener responsabilidad penal ni económica porque, a fin de cuentas, nadie que no estuviera en el pueblo murió, es decir, que ambos fallecidos escogieron libremente estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. Su libertad no los hace culpables pero tampoco culpabiliza a quien nada pudo hacer para evitarlo. ¿Acaso alguien se atrevería a afirmar que si hubiera habido carteles recomendando no participar estos hombres no habrían muerto?
El hombre compone y el toro descompone, se suele decir. Cuando hay toros de por medio, como si hubiera pumas, tigres, leones o elefantes, la responsabilidad no recae sobre quien organiza ese festejo porque es tradición que así se haga. Pero tampoco es necesario culpar a quien ya está muerto y decidió deliberadamente acudir al lugar del que saldría en brazos. No hay culpables. Estos sucesos, tristes y trágicos, simplemente suceden.
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