Se podría hablar de una mala corrida para la octava de San
Fermín, pero quizás habría que poner por delante el contexto en que se enmarcó.
Toca hablar de picadores furibundos que descargaron su ira en los lomos de los
toros, siempre con la complacencia de los matadores, asestando fuertes puyazos
que pudieron hacer las veces de estocadas; de cuadrillas desordenadas incapaces
de leer las exigencias de los astados; de capotazos en demasía que, por su mala
ejecución, sólo sirvieron para recortar los viajes; y, por último, de un
matador a medias, otro firme hasta donde pudo y un tercero sin sitio alguno. Y,
puesto esto por delante, se puede ya juzgar la corrida de Conde de la Maza que
tan noble encierro matutino regaló.
Abrió plaza un ejemplar alto y muy serio, con contrastado
trapío pamplonica. Mostró su mansedumbre barbeando las tablas, buscando una
escapatoria y durmiéndose en el peto, donde recibió dos puyazos traseros de
exagerada magnitud que determinaron su comportamiento. Aunque derrotando al
llegar a las cercanías de Eugenio de Mora, se movió con nobleza y casta, yendo
progresivamente a menos. Se equivocó el toledano en los terrenos escogidos
porque los medios habrían beneficiado a tan evidente manso. Tras numerosos
pases no carentes de enganchones y con nula limpieza, el estoconazo provocó una
explosión de júbilo que cristalizó en pañuelos al aire. Oreja al canto. El
cuarto fue un toro de imponente trapío e incuestionable seriedad, astifino como
él sólo (¡sin fundas!), al que dos sangrientos puyazos muy mal colocados
echaron por tierra. Esperó en banderillas y se tragó los doblones -todavía
quería hundirlo más- de Eugenio de Mora. Con todo hecho a la contra, se puso a
la defensiva y comenzó a soltar derrotes a troche y moche provocando antiestéticos
enganchones y nervios en el matador, que abusó de los toques fuertes y puso así
al toro aún más defensivo y protestón.
Antonio Nazaré estuvo muy bien ante el serio quinto -esos
apabullantes rizos de astracanado-. Pecó de flojo pero fue bien picado, con
castigo medido y puyazos en su sitio. En la muleta del sevillano se mostró
resabiado por el pitón izquierdo -ni pasaba-, contrastando con el poder y la
franqueza del derecho. Los derrotes que soltaba a mitad de viaje fueron
corregidos con mano baja y muleta poderosa del matador, que tiró del astado con
firmeza de plantas y mucha verdad. Desafortunado con los hierros, se quedó sin
una merecida oreja (aunque es improbable que realmente se la hubieran pedido,
porque la sutileza de su buena labor fue digna de ser captada sin cubatas ni
champanes de por medio). Un rato antes anduvo en pegapases ante el parado
segundo, que recibió -nuevamente- un fuerte castigo empujando el inamovible
muro que representó el jaco. Así que todo por arriba ante un flojo y rajado.
Tampoco había más.
Preocupante falta de sitio la de Juan Del Álamo, que dejó ir
una oreja ante el noble cierraplaza, un toro muy pronto que pasó sin casta ni
alegría alguna. Aun con buenos inicios, pasado el embroque pegó fuertes
derrotes que incomodaron al salmantino, quedando por debajo de una movilidad
aparentemente domecquiana. Tampoco
supo entender a su primero, el tercero de la tarde, al que despachó abreviando
sin leer sus necesidades. El manso, muy mirón y -sorpresa- exageradamente
picado, se paró a medio camino de un pase, vio al torero y se orientó, quedando
inutilizado para cualquier atisbo de neotoreo estéticamente sublime al tiempo
que éticamente superfluo. La ética de la lucha, la franqueza del toro y la
firmeza del torero, la disposición de la faena sobre las piernas, bajando la
muleta y pudiendo a la astifina fiera, no fueron con Del Álamo. Don Cómodo se
fue a casa malacostumbrado por los constantes elogios y el monoencaste en sus
carteles. Y antes o después, eso se paga.
Seis toros de Conde de la Maza: primero serio, alto,
montado; segundo abierto de sienes, astifino, feo; tercero serio, montado,
enseñando las palas; cuarto astifino, alto, bien hecho; quinto proporcionado,
astracanado; sexto alto de agujas, enseñando las puntas.
Eugenio de Mora (nazareno y oro): Oreja y silencio.
Antonio Nazaré (azul marino y oro): Silencio y silencio.
Juan del Álamo (blanco y plata): Silencio y silencio.
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