Y volvió la libertad tras cuatro años de tiranía despótica.
La pseudo-prohibición llegó a su fin y regresó la fiesta de los toros con su
arte, con su emoción, con su intriga, con sus únicos valores, con sus sanas
disputas, con su habitual polémica. Volvieron los toros a Illumbe con
partidarios y detractores, como siempre ha ocurrido, pero con una tremenda
fuerza por parte de los primeros. Lo vio la televisión estatal, cansada ya de
dar la espalda a la tauromaquia, obligada a satisfacer así a millones de
aficionados que hoy se tornaron en televidentes. Los niños, los jóvenes, los
adultos y los ancianos vieron los toros en La 1, como antaño. Y se fomentó la
denostada afición a la que Lorca juzgó la fiesta más culta del mundo.
Se acudió masivamente a la plaza y se vitoreó el habitual
eslogan durante el paseíllo: Sí a los toros. Se ovacionó a los toreros; unos de
oro, otros de plata y otros de azabache. A quienes renunciaron a derechos
televisivos para que toda España sintonizara La 1 a las seis de la tarde. Se
apoyó el derecho a la libertad, a disfrutar de un arte efímero y sin igual, a
emocionarse con el poder de una fiera, con el valor de un héroe.
Y con las gentes emocionadas, cuando el regreso de los toros
a San Sebastián se había hecho al fin una realidad, salió el primer
Torrestrella. Venía de una ganadería sin igual, única en sangre, pero no fue Soleado una gran prueba de ello. Su
comportamiento fue el de un toro muy justo de fuerza que se enfrentó al matador
más apropiado para la ocasión, don Enrique Ponce, maestro indiscutible. Hoy
vimos las dos facetas del valenciano: su lado más académico, el de un médico
con amplia experiencia, que cuida a sus pacientes y sólo les exige esfuerzos
llegado el final de su vida, y el de un intelectual taurómaca, un sublime
entendedor de sus oponentes. La sapiencia en tiempos y distancias ante el
abreplaza valieron una ovación. Ante el cuarto, tanta inteligencia provocó riña
con el necesario peligro, y la emoción salió tan mal parada de la disputa entre
la razón y el sentimiento que la faena fue fría. En el pico, los excesivos
alivios y la enorme muleta se apoyó el de Chiva para encumbrarse en un alto
metafórico que pocos toros logran alcanzar -sólo aquellos con inusual fondo-.
Se fue Cumplidor al corral con una
oreja puesta, y paseó la otra Ponce tras generoso premio dada la noble
movilidad de su antagonista.
La irreprochable actitud de Manzanares ante su primero sí
sembró las semillas de la emoción, y de todos es sabido que de aquellas
florecen ovaciones sentidas. Recibió una del estilo como recompensa a su
firmeza frente al segundo torrestrella de la tarde. Ajustó las plantas y pisó
terreno peligroso, recibiendo dos volteretas que pusieron al toro la corona de
Rey. Mandó en el ruedo Barbacana
porque nunca se le exigió. No vio en el torero esa mano baja que necesitó, y se
vino arriba sacando un fondo inesperado. Corrió un velo y olvidó su pobre pelea
en varas. De ese tercio solamente se acordó del insuficiente castigo, y lo hizo
para sentirse más vivo de lo debido y poner a cada uno en su sitio. Un espadazo
nada sorprendente del alicantino lo mandó al desolladero bajo un silencio de
sepulcro. El sí sorprendente valor de Manzanares se esfumó en poco menos de una
hora, para dejar paso a la tendencia periférica y rectilínea del alicantino.
Llegó el clásico empaque, el adorno de la figura recta, firme y estética, de la
mano de la vil mentira del pico y el descargue sistemático de la suerte. Nulo
al natural, que no precisó ni justificación. Dejadez, pasotismo. Sólo hubo uno
mal dado que sirvió para violentar al toro y tomar la excusa fácil. Culpas al bicho
y adiós muy buenas.
No hizo falta convencer a López Simón de que necesitaba
salir a por todas. Que Madrid y Pamplona son plazas importantes, pero los
contratos deben ganarse día a día con actuaciones en el ruedo, aunque ciertos
empresarios -como los vecinos de San Sebastián- no se quieran enterar. Salió
Alberto a comerse el mundo ante el abanto con que se estrenó en Illumbe.
Firmeza en estatuarios muy josetomasistas, muleta en la cara, tiempo justo y
fin de la huida. Dos tandas después de meterlo en la muleta con inteligencia,
el madrileño tuvo que ver cómo Vinatero
volvió a tomar el camino de la fuga y perdió soltura. Se apabulló. Tomó la
espada con prisa, como si hubieran pasado más de diez minutos desde el primer
pase. Mató al encuentro sin pretenderlo y anduvo impreciso con el descabello.
La afición, paciente, le tocó las palmas con clara función alentadora. La idea
de los estatuarios le gustó y la repitió ante el cerraplaza, quizá equivocado,
porque fue el sexto un toro que pidió distancia, sitio, mano a media altura,
exigencia justa, acompañamiento más que mando. Tampoco fue la tonta del bote,
pero sí fue manso como un buey, y cantó la gallina para retirarse pacientemente
hacia las tablas, donde murió tras dos pinchazos y un espadazo. Ya había cumplido
su función: la de permitir a López Simón arrimarse, pisar un terreno de
vértigo, plantar los pies y decir aquí estoy yo. Murió el sexto y cerró una
tarde de libertad. De regreso de una libertad vilmente robada y afortunadamente
recuperada.
Seis toros de Torrestrella, en líneas generales armónicos,
bien presentados, sin exageraciones:
Enrique Ponce (azul turquesa y oro): Ovación y oreja tras
aviso.
Manzanares (negro y azabache): Ovación y silencio.
López Simón (azul marino y oro): Ovación y ovación.
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