La última moda es que las prometedoras carreras de los
novilleros punteros echen el freno de mano y paren bruscamente su ascensión en
soltura y sabiduría. Tomada la alternativa, entrar en carteles se convierte en
una lucha inexplicablemente injusta, porque no da las oportunidades a quienes
las ganaron en el ruedo. Se trata de una lucha contra las figuras, porque éstas
cierran los carteles y se aíslan, protegidas por un sistema que las encumbra.
Eligen a dedo compañeros de cartel que, ya sea por su tirón propiamente taurino
(Finito de Córdoba), heroico (Padilla) o social (Francisco Rivera), llevan
público a las plazas, y consiguen así evitar el esperpéntico ridículo que
significaría evidenciar que ninguna figura llena por sí sola. Excluimos, como
es lógico, a José Tomás, porque ninguna figura del toreo puede matar seis
becerros elegidos a dedo cada año. De una figura se espera mucho más compromiso
que el mostrado por el místico de turno.
Es la pescadilla que se muerde la cola. De un lado están los
toreros, que no abren los carteles y los repiten con escrupulosa exactitud en
todas las ferias; del otro, el público, que no acude. El público mayoritario
tiene parte de la culpa, en tanto que es su negación a acudir a los toros si
"sólo" torea una figura la que provoca que ésta se cubra las espaldas
con compañeros mediáticos o prestigiosos (un prestigio a menudo desmerecido).
Claro que, como siempre, el pueblo en su mayoría es ignorante, así que cuesta
culparle de algo: más bien urge responsabilizar por la escasa afluencia de
público a la prensa, que se encarga de alabar pobres labores de figuras al
tiempo que ignora las buenas actuaciones de los jóvenes, y a los empresarios,
que no organizan ni -cuando al fin lo han hecho- promocionan las novilladas
como es debido, escondiendo así las virtudes de toreros incipientes y llevando
la opinión pública hacia el menosprecio (si no el desprecio) de todo cuanto
suena a nuevo. Con todo, podemos eximir de culpa al público, porque nuevamente
vuelve a ser un rebaño que se deja guiar por la afanosa labor de los nefastos
gestores y aún peor vendedores de plazas y carteles.
Un ejemplo: José Garrido. Cuando abrió la Puerta Grande de
Vista Alegre, en Agosto de 2014, el público salió impresionado de la plaza. Borracho
de toreo. Esperando un eterno semáforo, un veterano aficionado se dirigió a mí:
"Yo vi a Ponce de novillero y no he visto nada igual desde entonces. Este
chico será figura del toreo". Y ahí está José, en su extremeña casa,
viendo a Padilla torear a través de Canal Plus. Esperando su merecida
oportunidad, por la que sudó aquella mañana nubosa de Agosto. La que se ganó
con la variedad de la encerrona, la sapiencia que mostró ante el manso (aunque
extraordinario) sexteto y la calidad con que toreó al quinto, que desorejó tras
naturales con ambas manos. Hasta Julio apenas ha toreado. Y se avecina un caso
parecido: el del peruano Roca Rey, extremadamente joven pero exageradamente
torero. Su valor, su quietud y su firmeza en Valencia le valieron el
ofrecimiento de una alternativa en Nimes. Como de costumbre, Simón Casas anduvo
avispado y con visión de futuro. Pero Roca Rey tomará la alternativa, fascinará
a los nimeños y quizás hasta abra la Puerta Grande. Da igual. Tras eso, si se
cumple la costumbre, irá al hotel y tardará en volver a vestirse el traje de
luces. Sólo quizás, si no se cumple, Roca llegue al techo que cualquier torero
puede alcanzar. Y si media una imposición de los empresarios, es posible que
las figuras se vean abocadas a claudicar y ceder. Espero impaciente el momento
en que eso ocurra y sus conceptos tan heterodoxos como falsos queden en
evidencia ante la clase y la ambición desmedidas de un joven erudito.
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