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No puso nada el manso e inválido abreplaza. La escasez de
fuerza durante el primer tercio fue evidente y la indignación del público se
mostró mediante ostensibles protestas, pero el presidente, Julio Martínez,
pésimo aficionado con un aire altivo y muy poca vergüenza, mantuvo en el ruedo
al burel que, como era lógico, se vino abajo de buenas a primeras.
De Javier Castaño poco
más que su incapacidad. En el tercero sus errores fueron muy variados y
recurrentes: debió bajar la mano y no lo hizo, debió dar sitio y se echó
encima, debió dar toques suaves y las llamadas fueron violentas, debió alternar
pitones y no supo verlo. Del temple ni hablamos. Juzgar al segundo cuando le
hicieron todo tan a la contra sería ventajista e injusto para el toro. El quinto
de la tarde, excesivamente picado, se dejó por desfondado, aunque su condición
apuntó a toro cabrón que esperaba tras la mata. Tras la mata estuvo, de hecho,
durante el tercio de banderillas, cuando, aculado en las tablas, esperó lo
indecible a los subalternos, propinando una cornada a Marco Galán en los
testículos al poner el primer par.
El escándalo de Serafín
Marín, su desvergüenza para ordenar a los picadores que cierren la salida y
aprieten bien la puya y su incompetencia con los trastos llevaron a que Madrid
lo despidiera bajo bronca. Bajo comprensible y muy torera bronca. Un tal
Romualdo, asesino de machete montado a caballo, desfondó a un tercero que, para
más inri, no anduvo quieto en toda la lidia. A la faena de muleta llegó
prácticamente muerto. El cierraplaza fue un noblón con mucho recorrido que Serafín
dejó ir sin pegar un pase, a pesar del vulgar tercio en que Juan Bernal,
cómodamente subido a su caballo, había rematado la intrínsecamente escasa
fuerza de Arenoso, último de toro de la feria. Burel de una o dos orejas, si lo
coge nuestro amigo Rafa. Su único defecto fue la humillación lógica de un toro
alto con poco cuello, es decir, mal hecho.
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La miurada que cerró San Isidro y la semana torista defraudó por la pérdida de su esencia. No vimos toros duros de patas que exigieran esa lidia a la antigua, no vimos pelajes colorados característicos del legendario hierro; vimos, en cambio, varios inválidos, dos con buena condición y dos cabrones que combinaron mala fe y poca fuerza. Pero, al fin y al cabo, vimos a Rafaelazo. Al mejor torero de la feria de San Isidro.
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