De todos es sabido que las primeras impresiones quedan en la
mente hasta que las segundas vienen a sustituirlas. Pero, en ocasiones, cuando
un toro -al igual que una persona- no entra por los ojos, si su comportamiento
tampoco es destacable, esa ligera mueca de desaprobación que al aficionado
despierta un toro mal presentado se convierte en acumulativa y el defecto del
burel no sólo es no embestir sino también ser feo. Y fea, desigual y exagerada
fue la corrida de Victoriano que refrendó las malas sensaciones de la presentación
con comportamiento apagado y muy alejado de la idiosincrasia de la ganadería.
El primero y el segundo, sueltos de carnes, se taparon por la cara; el tercero,
de cornamenta playera, fue alto de agujas y cuellicorto; el quinto, por su parte,
alto y muy mal hecho. Tan sólo cuarto y sexto, dos toros armónicos y cómodos
para el torero -en especial el primero de los dos-, se salvaron de la quema.
Natural antiestético de El Juli (imagen: Burladero) |
Ante escasa materia prima naufragó El Juli en tarde de mano a mano descafeinado. Ese fue su mérito: conseguir
estar peor que dos toros malos y por debajo con un toro bueno. La primera
figura del toreo. Fue el abreplaza un toro alegre, boyante, encastado aunque
manso como toda la corrida, que se repuchó en el segundo puyazo pero se vino
arriba en banderillas, para comerse los flecos de la muleta pidiéndola por
abajo. Por el pitón derecho venía vencido, pero el izquierdo, el del toreo al
natural, fue para bajar la mano, templar, poder, suavizar. Se echó encima
Julián en su versión de deportista: talentoso, capaz, esforzado y logrado, pero
carente de todo gusto y torería. Sus naturales periféricos y hacia fuera, es
decir, su toreo rectilíneo y despegado, no llegaron al tendido, que cantó "olés"
como bostezos. Parecía la del madrileño una faena que debía coger vuelo, pero
nunca lo hizo. El tercero fue un geniudo algo desfondado, que se vino a menos
tras tres tandas poderosas del Juli, que le bajó la mano y le apretó hacia
dentro, para obligarle a doblar las costillas y sentirse podido. Sólo cuando el
toro se hubo venido abajo, ayudado por el matador pero incluyéndolo en su
condición de manso que rehuyó toda pelea, le pudo Julián, que le sacó muletazos
largos como una anaconda pero vacíos de mensaje y sentimiento como un programa
de Sálvame. Se equivocó también el
torero manteniendo en vida al quinto, que se paseó a la defensiva, muy reservón
y sin empuje alguno.
Miguel Ángel Perera
no está echando su mejor temporada. Tamaña transformación desde el año pasado
hasta aquí resulta cuanto menos sorprendente y chocante. Cuando nos avezábamos
al poder de su muleta, a sus muletazos profundos y a su valerosa seguridad, el
extremeño parece haber dado un pequeño paso atrás. No obstante, es justo explicar
por delante que sus oponentes hoy fueron birrias indignas de Madrid. Así, el
segundo cantó la gallina según el matador se dobló con él, el cuarto duró una
tanda antes de acusar la fuerte querencia a chiqueros y el sexto bis, un Montalvo
que vino a sustituir a un inválido Victoriano, tocado de pitones pero hecho
cuesta arriba, careció de fuerza, casta y entrega. De bravura ni hablamos.
En nuestra época de tercio de muleta, estas cosas pasan. Los
toros son seleccionados para dar el máximo espectáculo en el último tercio,
descuidando para ello el eterno tercio de varas y el vistoso tercio de
banderillas. Varilargueros que hacen mal su trabajo y toreros de a pie a los
que trae sin cuidado la colocación de las avivadoras nos roban dos tercios de
la entrada. Vamos demasiado lejos, porque descuidar la pelea en el peto puede
implicar descuidar la bravura de un toro, con el riesgo que ello conlleva: el
peligro de que la ganadería puntera del escalafón actual eche doce mansos al
ruedo de la principal plaza del mundo en menos de una semana. Ese peligro que
acecha, escondido tras la mata.
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