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martes, mayo 19, 2015

Naufragio

En ocasiones, cuando la naturalidad reina en el patio de cuadrillas, donde toreros aguardan impacientes la salida de su oponente por chiqueros, uno sospecha. Piensa que quizás haya en los profesionales una falta de mentalización, una ausencia de concentración, nunca de miedo -ya se sabe que el miedo es inherente al humano; lo que nos distingue es la reacción ante el mismo-. Eso pasó hoy en los albores de la decimosegunda de San Isidro. Y así nos fue.

Encierro desigual de Alcurrucén. Los hermanos Lozano echaron una corrida cuestionable en cuanto a presentación para Madrid, con grandes saltos entre toro y toro y lotes incomprensibles -aunque esto, como saben, es trabajo de cuadrillas-. Primero y cuarto, especialmente este último, fueron serios y presentaron un trapío adecuado. También lo hizo así el sexto y, aunque apurado, el quinto, en una línea muy Núñez; más desde luego que segundo -toro de Valencia o Sevilla pero nunca de la capital de la tauromaquia- y tercero, que fue una raspa sin remate en la culata, con el morrillo escasamente desarrollado, la cara muy lavada y los pitones, acapachados y de puntas sospechosas, de baja presencia.

Y ante la disparidad en la presentación del eje de giro del espectáculo, Juan Bautista. Se sospecha que estuvo, porque así lo anunciaron los carteles, pero nada es seguro. El naufragio ante su primero fue de libro. Tras desordenada lidia y deslucido quite de Capea, el toro desarrolló casta, clase, recorrido, codicia y entrega. A estas virtudes, que se fueron agravando con el paso de los minutos, se añadían fijeza y prontitud, que conservaba desde la salida. Ante un astado así, digno de ser desorejado por cualquier torero cuya presencia en Madrid estuviera justificada -no era el caso-, Bautista anduvo perdido: al hilo, brusco, nervioso, falto de temple, gusto y torería. Precisamente torería vino a mostrar en su segundo, quinto de la tarde. Cosas de la vergüenza torera, el francés se vino arriba y encajó la figura, metió riñones y se irguió, para deslizar lentamente una muleta que el oponente, boyante, noble y entregado, seguía incansablemente. Le faltaron los finales, los dichosos finales de la embestida, para parecerse al hermano que hizo segundo. Y, aún así, fue para dar un golpe en la mesa y reafirmarse como torero de grandes ferias. Hubo petición de oreja, pero fue minoritaria porque el toreo rectilíneo no es el de escuela, no llega. Y menos en Madrid.

Algo menos perdido, aunque fuera de su habitual rol de lidiador nato y matador experto, anduvo Antonio Ferrera. El abreplaza fue el más encastado del encierro, apretó mucho, humilló lo justo y nunca se entregó. Ante embestidas a la defensiva, tras decidir, de acuerdo al fuerte viento, los terrenos más apropiados -el tercio-, Ferrera dudó. Debió echar la moneda al aire y no lo hizo así. Resultado: falta de acople y poder mediante mano baja, que habría forzado al toro para que o bien cantase la gallina -no fue excesivamente bravo, aunque empujó en el caballo-, o bien rompiera y regalara casta y acometividad y brío. Todo un lujo. El cuarto, tremendamente serio aunque se tapara por la cara, fue un manso repetidor que se creció con los minutos. Tras largo tanteo, el matador ibicenco se puso a torear con inquieta firmeza y dudosa confianza. Encimismo habitual y  detalles de buen torero. Lo que es, al fin y al cabo.

Pedro Gutiérrez, ese hombre que se hace llamar torero, estuvo en su línea. En la línea de alguien con presente en los despachos y en la memoria de los aficionados -el padre marca-, pero con poco futuro en los ruedos. Acusó la evidente y lógica falta de bagaje para dejar ir, destemplado y antiestético, un repetidor y encastado cierraplaza. Lo bueno: que algún día semejante tiralíneas y pegapases se retirará. Que sea pronto.

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