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domingo, marzo 01, 2015

El aficionado (I)

Es un secreto a voces que el aficionado a los toros no está contento con la situación que vive su admirado espectáculo. En realidad, nunca lo ha estado plenamente, ya que hablamos de una fiesta con altos grados de perfeccionismo llena de profesionales imperfectos. Aquellos que podríamos considerar dotados, sabedores de sus capacidades innatas, abusan de las mismas y estafan al que paga. El aficionado, que no el espectador o el mero taurino, es intrínsecamente insatisfecho. La insatisfacción le resulta inherente.

El único modo de explicar y entender la exigencia que implica que algo, cualquier detalle, sea perfecto en el mundo de los toros -así como en cualquier otra disciplina, arte o práctica- es definir precisamente eso: la perfección. ¿Qué es y, de manera más importante, dónde la podemos encontrar? Podría estar en un pase de Morante, pero sus birrias de oponentes acostumbran a tener pitones sin punta y menos fuerza que el Ejército del Vaticano. Podría estar en el comportamiento de un toro perfecto, o en términos platónicos, ese toro del que el resto participen para imitarlo sin conseguirlo, tal que asombre a quien lo vea y permita a quien toree, pero no hace falta ser un experto taurófilo para conocer la dificultad de que un solo astado reúna las condiciones idóneas para gustar a todos los aficionados, entre los que el nivel de exigencia suele rozar cotas altas. Aún más, el fuerte carácter subjetivo de los juicios taurinos convierte en imposible que un toro guste por igual a todo el que vea, analice y examine su comportamiento. Lejos de todo esto, la idoneidad de un festejo empieza por la planificación del mismo, y deja para una segunda fase, mucho menos importante, su desarrollo. En otras palabras, no es tan importante que un toro humille más o menos como que pertenezca a una ganadería cuya presencia en una plaza o feria esté justificada, tenga los pitones en regla y se enfrente a un matador experto en ese y en tantos encastes como existan: son esos los tres pilares de la tauromaquia: la justificación, la verdad y la variedad.

Las relaciones causa-efecto tienen en la tauromaquia un gran exponente: la entrada de un torero en tal o cual feria ha de estar justificada por sus actuaciones en la misma plaza durante años anteriores o en distintas ferias de esa misma temporada. Lo contrario se convierte en un atentado contra lo que examinamos: el aficionado. Elaborando carteles taurinos se deben emplear, por tanto, el castigo negativo -si lo haces mal, no vuelves- y el refuerzo positivo -si lo haces bien, vuelves-. Toro, torero, "figura" o banderillero. Cuanta más exigencia, mejor. En cuanto a la verdad, se trata de ese componente esencial para defender la fiesta de los toros. Nadie niega que matamos animales y no somos capaces de presentar explicaciones convincentes, si bien es cierto que no tienen mucho lugar dentro de las estrechas cabezas de los antitaurinos. Pero si a un toro le afeitas los pitones pensará que son más largos de lo que verdaderamente son, y será tan improbable que te alcance como que, de hacerlo, sea capaz de romper una taleguilla. Si en un combate de tú a tú declinamos la balanza hacia un lado sin que la pieza clave -el toro- pueda hacer nada, dejará de ser una lucha de igual a igual para ser una tortura indefendible. Manipular es torturar.

El aficionado demanda, por último, variedad. La emoción que transmite la lidia y muerte de un toro puede disiparse si tanto el comportamiento del mismo como la lidia en sí son previsibles. Cuando las figuras matan siempre el mismo tipo de toro y, por extensión, el resto de toreros se enfrentan exclusivamente a lo que rehúyen los mandamases, aburrimos al aficionado y pervertimos al espectador, que da por hecha la actitud clasista de la fiesta fijando escalafones fijos e inamovibles en el conjunto de matadores y toreros en general. Sobre cómo se consigue que el espectador acepte y defienda este espectáculo falsamente heterodoxo hablaremos en la próxima entrega.

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