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domingo, julio 12, 2015

Estocadas a caballo

Se podría hablar de una mala corrida para la octava de San Fermín, pero quizás habría que poner por delante el contexto en que se enmarcó. Toca hablar de picadores furibundos que descargaron su ira en los lomos de los toros, siempre con la complacencia de los matadores, asestando fuertes puyazos que pudieron hacer las veces de estocadas; de cuadrillas desordenadas incapaces de leer las exigencias de los astados; de capotazos en demasía que, por su mala ejecución, sólo sirvieron para recortar los viajes; y, por último, de un matador a medias, otro firme hasta donde pudo y un tercero sin sitio alguno. Y, puesto esto por delante, se puede ya juzgar la corrida de Conde de la Maza que tan noble encierro matutino regaló.

Abrió plaza un ejemplar alto y muy serio, con contrastado trapío pamplonica. Mostró su mansedumbre barbeando las tablas, buscando una escapatoria y durmiéndose en el peto, donde recibió dos puyazos traseros de exagerada magnitud que determinaron su comportamiento. Aunque derrotando al llegar a las cercanías de Eugenio de Mora, se movió con nobleza y casta, yendo progresivamente a menos. Se equivocó el toledano en los terrenos escogidos porque los medios habrían beneficiado a tan evidente manso. Tras numerosos pases no carentes de enganchones y con nula limpieza, el estoconazo provocó una explosión de júbilo que cristalizó en pañuelos al aire. Oreja al canto. El cuarto fue un toro de imponente trapío e incuestionable seriedad, astifino como él sólo (¡sin fundas!), al que dos sangrientos puyazos muy mal colocados echaron por tierra. Esperó en banderillas y se tragó los doblones -todavía quería hundirlo más- de Eugenio de Mora. Con todo hecho a la contra, se puso a la defensiva y comenzó a soltar derrotes a troche y moche provocando antiestéticos enganchones y nervios en el matador, que abusó de los toques fuertes y puso así al toro aún más defensivo y protestón.

Antonio Nazaré estuvo muy bien ante el serio quinto -esos apabullantes rizos de astracanado-. Pecó de flojo pero fue bien picado, con castigo medido y puyazos en su sitio. En la muleta del sevillano se mostró resabiado por el pitón izquierdo -ni pasaba-, contrastando con el poder y la franqueza del derecho. Los derrotes que soltaba a mitad de viaje fueron corregidos con mano baja y muleta poderosa del matador, que tiró del astado con firmeza de plantas y mucha verdad. Desafortunado con los hierros, se quedó sin una merecida oreja (aunque es improbable que realmente se la hubieran pedido, porque la sutileza de su buena labor fue digna de ser captada sin cubatas ni champanes de por medio). Un rato antes anduvo en pegapases ante el parado segundo, que recibió -nuevamente- un fuerte castigo empujando el inamovible muro que representó el jaco. Así que todo por arriba ante un flojo y rajado. Tampoco había más.

Preocupante falta de sitio la de Juan Del Álamo, que dejó ir una oreja ante el noble cierraplaza, un toro muy pronto que pasó sin casta ni alegría alguna. Aun con buenos inicios, pasado el embroque pegó fuertes derrotes que incomodaron al salmantino, quedando por debajo de una movilidad aparentemente domecquiana. Tampoco supo entender a su primero, el tercero de la tarde, al que despachó abreviando sin leer sus necesidades. El manso, muy mirón y -sorpresa- exageradamente picado, se paró a medio camino de un pase, vio al torero y se orientó, quedando inutilizado para cualquier atisbo de neotoreo estéticamente sublime al tiempo que éticamente superfluo. La ética de la lucha, la franqueza del toro y la firmeza del torero, la disposición de la faena sobre las piernas, bajando la muleta y pudiendo a la astifina fiera, no fueron con Del Álamo. Don Cómodo se fue a casa malacostumbrado por los constantes elogios y el monoencaste en sus carteles. Y antes o después, eso se paga. 


Seis toros de Conde de la Maza: primero serio, alto, montado; segundo abierto de sienes, astifino, feo; tercero serio, montado, enseñando las palas; cuarto astifino, alto, bien hecho; quinto proporcionado, astracanado; sexto alto de agujas, enseñando las puntas.
Eugenio de Mora (nazareno y oro): Oreja y silencio.
Antonio Nazaré (azul marino y oro): Silencio y silencio.

Juan del Álamo (blanco y plata): Silencio y silencio.

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