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sábado, julio 11, 2015

Un suicidio y sangre heroica

En su libro Seis claves del arte de torear (Ediciones Bellaterra, 2013), el filósofo francés Francis Wolff cuenta de manera concisa que la tauromaquia dieciochesca giró en torno a la actualmente denominada suerte suprema, el momento final y decisivo, la hora de matar al toro. Hacia 1830, constituidos ya los tres tercios de la lidia, cobró importancia el dominio del hombre sobre la bestia, como prueba irrefutable de la superioridad de la razón y la inteligencia propiamente humanas. La dominación pasaba a ser un fin en sí misma y la muerte la prueba de dicha superioridad, dejando atrás tiempos en que la muerte era el objetivo al que quedaba supeditada la dominación. Fue en la Edad de Oro, pasado 1910, cuando Juan Belmonte introdujo, en las oscuras capeas de torerillos prófugos de "La Tablada", el toreo moderno, que fundía la ética y la estética del hasta entonces conocido. Belmonte aunó dos conceptos que hasta ese momento eran irreconciliables: el torero no sólo se jugaría el tipo para demostrar su superioridad sino que, al mismo tiempo, crearía una obra de arte con su propio cuerpo.

Hoy, en la sexta de San Fermín, Miguel Abellán abrió la Puerta Grande sin acordarse de los principios belmontistas sobre los que su tauromaquia (y la de todos) debe asentarse. Dejó de lado la ética de jugarse el cuerpo, con la suerte cargada y el toro ceñido, para pasarse al bando periférico y ventajista. Se adueñó del pico de la muleta para utilizarlo como recurso mentiroso: el de no embeber la embestida del toro y aprovecharse de esa circunstancia para pasearlo cual perro inofensivo. Abellán se colocó, además, fuera de cacho, cuando no en el cobijo que da la pala del pitón. Belmonte, de verlo, se habría vuelto a suicidar. El madrileño cortó así una oreja al serio abreplaza: le valieron un inicio entregado y suficiente inteligencia para acompañar sin mandar la briosa y enclasada acometida del oponente. Un natural fue soberbio, sólo uno; uno en el que metió riñones, enganchó al toro dándole el medio pecho, le bajó la mano y lo llevó hacia los adentros. Lo demás, pases vacíos. Como vacíos fueron también los que el sumiso cuarto aceptó. Fueron las suyas embestidas alegres y boyantes, propias del buen Domecq -en ambos sentidos de la palabra, en calidad de comportamiento y en benevolencia de intenciones-. El largo pitón izquierdo fue de lío, pero no lo vio Abellán que, con otro trasteo irregular e insignificante a partes iguales, se conformó con la mitad del premio que debió obtener. Hubo horrendos circulares que bien sirvieron para resumir su afanosa labor. Pero, en definitiva, sumó dos trofeos con fuerte petición del tercero, que quedó en vano gracias a asesores y presidenta. Discrepó ostensiblemente el torero, que incentivó la protesta de las peñas con gestos vulgares y patéticos. Y es que este año no damos para tanto numerito de los matadores. 

Y con esto, fin de la corrida. El resto de la tarde estuvo marcada por la inservible corrida de Fuente Ymbro. Inservible y, dicho sea de paso, sospechosa de pitones. En Pamplona. Hubo a lo sumo cierto interés en el encastado y correoso sexto, que quedó crudo en el caballo y requirió unos doblones que nunca obtuvo. Iván Fandiño no se confió hasta que una fuerte voltereta lo despertó; en ese momento, al fin, echó la moneda al aire: bajó la mano, dio poder a su muleta, toreó hacia los adentros y, sintiéndose podido, el manso capituló. La cara ensangrentada de Fandiño recordó a esa vista imagen de José Tomás, el héroe que pagó la victoria con su propia sangre. Lástima que ante estos tintes épicos el sainete a espadas privara al vasco de tocar pelo. Su primero fue tan bonito como inválido. Invalidez y defensa en las embestidas que Fandiño leyó para, con buen criterio, abreviar. De esos veinte minutos sólo fue destacable el excelso par de banderillas que Miguel Martín clavó asomándose al balcón.

Al extremeño Miguel Ángel Perera, para su desgracia -y, viendo su hasta ahora floja temporada, para más inri-, le tocó el mal lote. El impresentable por mal hecho segundo se comportó como correspondía a sus hechuras y a su corto y montado cuello: rebrincado, sin humillar, protestón y rajado. La mano baja del adversario hundió al toro en su miseria. El pero de Perera: descargó la suerte de manera sistemática. De hecho, también lo hizo con su segundo, el quinto, templado de salida que se vino arriba en banderillas para quedarse sin combustible cuando el cronómetro empezó a correr. Se recogió y encogió, como evidenciando el mal que en él habían hecho los ingredientes que aseguran encierros seguros. Y habría muerto sin necesidad de estocada.

Seis toros de Fuente Ymbro: primero abierto de sienes, nada exagerado; segundo mal hecho, atacado; tercero bajo, bien conformado, cuarto serio, gordo; quinto armónico; sexto feo.
Miguel Abellán (blanco y plata): Oreja, oreja con petición de la segunda.
Miguel Ángel Perera (verde botella y oro): Silencio tras aviso, silencio.

Iván Fandiño (gris plomo y oro): Silencio y silencio tras aviso.

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