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lunes, septiembre 21, 2015

Anhelo de elogiar

No es fácil para el lector comprender que al cronista no le agrada dar palos a diestro y siniestro. Que, aunque parezca que algunos nos limitamos a destruir, y aunque los profesionales nos acusen de hacerlo, criticar es deber moral y no pasatiempos superficial. Y que, cuando hay motivos para elogiar, los cronistas -hablaré mejor por mí- aprovechamos la oportunidad y alabamos a quien lo merece.

Lo merece Juan Ignacio Pérez-Tabernero. La cuarta del abono de Salamanca fue una corrida excepcional de Montalvo a la que faltó, a lo sumo, algo de fondo, de duración. Suyos fueron cuatro toros, completados con los dos de Capea que Pablo Hermoso de Mendoza rejoneó y mató sin pena ni gloria. Con la intrascendencia de quien pierde en toda comparación con sus compañeros de cartel, porque ellos sí se juegan el tipo, sí se enfrentan a pitones astifinos. Mató el navarro ejemplares cuajados pero desmochados, mutilados casi ofensivamente. El rejoneo es aquello a lo que se dirige México y lo que algunos ansían para España: triunfalismo simplista, espectacularidad banal. Aunque hoy lo fuera menos, por un Pablo Hermoso dispuesto pero paradójicamente frío, incapaz de sorprender ni al neófito, porque hasta aquél conoce los movimientos venideros.

Lo importante fue a pie. El torero de la casa, el salmantino Juan Del Álamo, salió a hombros acompañado por un exultante Sebastián Castella. Lo hizo tras cortar dos orejas a su primero, el tercero de la tarde. El enmorrillado humilló y embistió con templanza desde los primeros pasajes al capote, en los que se gustó Juan, con la barbilla en el pecho, asentada como una estaca, meciendo la capa con suavidad exquisita, gusto memorable. Intercaló dos chicuelinas de pulso suave y remató con una revolera un recibo capotero que cambió la dinámica de la feria de golpe y plumazo. Tal cual. 
Cogió el astado a Agustín Serrano en el primer par de banderillas, al que acudió con brío y alegría. Los mismos que conservó en la muleta de Del Álamo, desplazándose con nobleza, humillación y prontitud. Y no terminó de redondear el torero local, porque abusó de la periferia y muletazos hacia fuera, siguiendo esa tauromaquia moderna de la que se ha impregnado, pero tal fue su actitud y tan ajustadas las manoletinas finales que el bajonazo sucedido de muerte encastada no evitó el momento de pañuelos al aire y silbidos a mansalva. Hubo quien pidió incluso una exagerada vuelta al ruedo al burel -se repuchó del puyazo y perdió fuelle en la franela del matador-.

Dos orejas a Juan impulsaron a Castella para dar la vuelta a la tortilla. Porque el segundo de la tarde, su primero, había sido otro toro de categoría, más justo de fuerza y por ello protestón, pero noble y boyante a partes iguales, que el francés no había terminado de entender, y para cuando lo había logrado el astado se había venido abajo, como desinflado por tanto muletazo sin sentimiento, sin alma, con frialdad y destemple. El quinto fue un manso de carreta: huidizo y temeroso, se mantuvo cerca de toriles durante los primeros tercios, huyendo de capotes, evitando al picador. Enloqueció el tendido joven y comenzó a pedir la devolución del manso, antirreglamentaria de libro. El presidente no cedió y mantuvo en el ruedo al toro que, tras ser picado en la querencia y banderilleado de aquella manera, se entregó en la muleta del de Béziers con el recorrido que da la mansedumbre, porque de manso se abría y salía despedido hacia fuera, alargando los muletazos y al mismo tiempo obligando a Castella a dejar la muleta en la cara. Y lo hizo Castella en una tanda de naturales de soberbio trazo, de temple superior. Brotaron los olés en el tendido. Éste, entusiasmado, pidió dos orejas que fueron concedidas tras una estocada caída mas efectiva.

Quedaba uno: el cierraplaza, peor presentado que sus hermanos, todos ellos serios, cuajados, bajos, bien hechos. Cortesano fue largo, escurrido y bizco de un pitón que, para más inri, se lesionó, quedando alarmantemente gacho. Recortó en busca de las avivadoras y se entregó con apabullante casta en la muleta de Del Álamo. Abusó el salmantino de abrir el compás y aliviarse hacia fuera -impoluto quedó el blanco y plata tras dos horas y media de festejo-. Circulares invertidos de protocolo y arrimones abusivos que ahogaron al toro precedieron a un metisaca incomprensiblemente ovacionado -se nos han ido de las manos las celebraciones de cualquier cosa que no sea un pinchazo- y un espadazo en todo lo alto que no obstante se escupió solo. Oreja para sumar tres y rumbo a Albacete. Que mañana será otro día.

Dos toros de Capea: primero mocho y chico; cuarto alto, grande; y cuatro toros de Montalvo: segundo astifino, enmorrillado; tercero cerrado de pitones, cuajado; quinto bajo, bien hecho; sexto largo, suelto de carnes.
Pablo Hermoso de Mendoza: Silencio, ovación con leve petición.
Sebastián Castella (azul marino y oro): Ovación tras dos avisos, dos orejas.

Juan del Álamo (blanco y plata): Dos orejas, oreja.

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