Claro que destaca. Llama la atención sobre el resto de la
corrida por lo trágico del suceso. La gravísima cornada que Boticario infligió a Miguel Ángel Perera
puso el corazón en un puño a quien lo vio en directo. Transmitió miedo,
impotencia. Congoja, vaya. Temor por su salud, o peor, por su vida, por la zona
en que se produjo la cornada y el golpe posterior que pudo rematar al torero.
Entró consciente en la enfermería con una cornada de dos trayectorias en el
vientre y otra en el muslo. Ambas se produjeron en la tercera verónica de
hinojos en el recibo capotero del tercer toro de la tarde. Vio el astado al
extremeño y directo fue a por él. Lo levantó del suelo como un trapo y lo
arrojó al callejón. Quizás eso le salvó de una mayor paliza contra las tablas.
Pero esto del toreo es cruz y cara, cara y cruz. Ambas
alternan azarosamente, tal que nunca es posible saber cuál tocará. Si la cruz
de hoy fue para Perera, la cara fue para Castella, aparente triunfador de la
feria tras abrir la Puerta Grande dos días seguidos. A decir verdad, sólo la
abrió uno de ellos, porque en gesto de vergüenza torera rechazó la muestra del
más glorioso triunfo en señal de respeto al compañero gravemente herido.
Fue ese el más torero gesto de una tarde bastante completa
del francés. Con sus carencias, claro. Entendió bien a su primero, segundo de
la tarde en orden lógico, gazapón muy incómodo, a cuyas dificultades se sumó el
incesante viento. Anduvo, pues, por encima de este Piador, que no transmitió apenas en sus embestidas sosas y a la
postre rajadas. Como por encima anduvo del cuarto toro, ya corrido turno. Loquito había de hacer quinto en la
tarde, pero el destino le había preparado un revés a Perera. De cualquier modo,
el astado fue importante, por su humillación con recorrido y su admirable
fijeza. Tal fue la misma que, tras un desplante de Castella tirando la muleta,
quedó mirando el trapo sin moverse del sitio. Quieto. Sin amagar. Y ante él, el
de Béziers no supo ver que lo primero era darle sitio, porque la prontitud del
astado permitía dejarle siete metros de carrera que se transformaran en empuje
y mayor transmisión. Dando la distancia como errónea, y asumiendo ya su
posición final, las cercanías más ojedistas posibles, anduvo Castella redondo,
soberbio, firme, templado. Valgan dos orejas como prueba. Aunque fueran las de
una plaza ya nostálgica que veía acabar el groso de la feria.
El cierraplaza, sorteado por el francés, fue más que
interesante. Se movió con brío, alegría y viveza a pesar de la mansedumbre que
apuntó en los primeros tercios. El soluto casta bajó en concentración cuando un
costalazo actuó como desafortunado disolvente. Pero jamás, ni tras esa
costalada, quiso rajarse el toro, más bien al contrario: buscó los trapos con
ahínco y prontitud, quizá con la casta justa, pero qué sería de nosotros sin
dificultades en los toros. Dudó Castella con Deprimido, porque tardó en ver el buen toro que era, si es que lo
llegó a ver. No se encontró nunca cómodo, y lo tradujo del francés al idioma
del toreo en muletazos rápidos para aliviarse. Destemplados.
Al menos se puso. No lo hizo así El Juli en el abreplaza,
escaso de fuerza y manso rajado, que persiguió la diana de los toriles desde
que asomó por los mismos, como pidiendo que abrieran de nuevo la puerta.
Julián, tanto torear como Morante, pegó una espantada muy morantista, o mejor,
morantiana, es decir: macheteó al bicho (el madrileño lo hizo con menos arte) y
regaló un sainete a espadas bajo intensa bronca. La espada fue tan poco
efectiva que, no pudiendo sacarla, lo hizo un pseudotorero sin valor ni
vergüenza desde dentro del callejón. Sin riesgo.
Quiso compensar Julián -no era para menos. Con el tercero
entre manos y un público aún consternado, inició por abajo una faena que apuntó
alto por la condición de encastado del oponente. Boticario pareció moverse con brío, hasta quedar exhausto de
perseguir la poderosa muleta de Juli. Poderosa y ventajista. Hubo al menos más
verticalidad que de costumbre. El impresentable quinto, un novillo de pueblo
mediterráneo, protestó mucho durante la faena, sintiéndose incapaz dada su
justa fuerza. Punteo, cara suelta, derrotes molestos y defensa en la embestida.
Nula entrega. Julián vendió como buena una faena de medianías -fútil a más no
poder- y mató de estocada en el sitio, lo que le valió para cortar una oreja.
No había sido su día.
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