Decía Ortega y Gasset que "la historia del toreo está
ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera, resultará imposible
comprender la segunda". Yo añado: la tauromaquia es una metáfora a pequeña
escala del mundo real, que adquiere tintes de alegoría. Ya saben, empresarios
que mandan por encima de leyes, a los que no les importa un carajo lo que
piense la gente -o el aficionado-, prensa que informa -o desinforma- en base a
intereses económicos evidentes, y todo eso. El pan de nuestro cada día. Hay un
aspecto en el que tenemos ventaja; en líneas generales, y sin entrar mucho en
materia, el aficionado taurino se indigna ante la desvergüenza de empresarios
prevaricadores, toreros manipuladores, ganaderos intolerantes, aficionaduchos
sectarios y demás imbéciles que uno se encuentra a poco que acuda a dos
tertulias, una corrida y un día de campo. El ciudadano medio, en materia
política, es más bien pasivo. Incluso el ciudadano que en su afición taurófila
tiene espíritu revolucionario y antisistema se pervierte en sociedad para tomar
un aire reaccionario digno de estudio. Pero ese es otro tema.
Los empresarios que se ganan el pan programando espectáculos
taurinos son los hermanos pequeños de los que se ganan el chalet fomentando el
consumismo globalizado. Entre ellos hay notables semejanzas: desde la
despreocupación por quienes les dan de comer hasta la más absoluta -y excesiva-
ambición, que les lleva a tratar de abarcar el máximo poder posible con el
objetivo de controlar fortunas con crecimiento exponencial. Así surgieron las
multinacionales y los conglomerados de empresarios (la FIT, por ejemplo).
Además, se añade un matiz no perceptible a simple vista que
comparten los ricachones del negocio del toro y el resto. Hablo de la
alienación o enajenación que introdujo en el siglo XIX Karl Marx, la
exteriorización de la actividad, del objeto y de la misma sociedad, que se
traduce en empleos que no implican al trabajador -en tanto que él no participa
en su acción, no puede imprimir su creatividad o su opinión- y en objetos
producidos que pasan de las manos que lo crean a las que regentan el lugar en
el que se crean, llevando esto a la alienación social, es decir, la división en
dos clases de la sociedad: poseedores y desposeídos. La enajenación de la que
sacan ventaja los señoritos de la tauromaquia se refiere al público, y se trata
de un aislamiento del implicado en la cuestión, es decir, del aficionado, para
sustituirlo por el mero espectador pasajero que va y viene ignorando cualquier
ápice de sentimiento o filosofía relacionada con la lidia y muerte de un toro,
y desconociendo también el reglamento que regula dicho proceso. Se enajena al
aficionado, que desaparece de las plazas porque pierde la ilusión, y a la
propia fiesta, porque pierde a su más fiel defensor y a quien verdaderamente es
capaz de entenderla. La ventaja que otorga al empresariado que las plazas estén
llenas de ignorantes fiesteros radica en las exigencias que a dicho empresario
le llegan del otro lado de la mesa, o lo que es lo mismo, en las condiciones
que los toreros van a imponer y que el empresario no se puede negar a cumplir.
Al sentarse en el tendido gente menos entendida, las protestas hacia los abusos
de las corruptelas del sistema son intrascendentes. Lo que olvidan los señores
de sillón y whisky es que el público, además de pasajero, es frívolo, y sólo
vuelve si, tomándose un copazo en el bar de la esquina, puede fardar de haber
visto orejas, rabos e indultos.
Parece evidente que la crisis del sistema económico y social
que llamamos capitalismo se puede extrapolar a la que sufre el sector taurino.
Los paralelismos son tan grandes que nosotros mismos estamos aquejados de todos
los males que padece el mundo: precariedad laboral (tuneleros, les llaman),
corrupción a mansalva y concentración exagerada del poder. Habría que preguntarse
por el futuro de una fiesta capitalista en cuanto a su organización el día en
que caiga el capitalismo. Pero dejaremos esa pregunta sin responder.
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