Me quedé impresionado. Andaba yo por Salamanca, en una
pequeña calle, Rector Tovar. Allí me crucé a alguien que no identifiqué, pero
que dejaba a su paso un olor a puro de espanto. A habano recién fumado, o en
proceso de serlo. Algo por el estilo. El tufo del señor me recordó a las plazas
de toros. En ellas puso mi mente. Me vi en mi Vista Alegre querida, la de mi
infancia, o en La Glorieta de Salamanca, más reciente. Me vi asistiendo a una
faena de, qué se yo, El Juli, con El Gato Montés de fondo y el señor del puro
delante. O detrás. Tuve por un instante la sensación de que ese olor carca,
desfasado, a bar viejo y putrefacto, de madera roñosa, iluminación escasa y
tabernero inculto, por algún motivo, constituye un impedimento para acercarse a
las plazas.
Y entiéndanme. El olor a puro no es exclusivo de los
santuarios taurinos, pero sí característico de ellos. Casi inherente. Ese aroma
a ceniza está ahí. Nadie dejará de ir a una plaza por la incomodidad del puro.
Yo voy a los toros sin que me guste su olor, y aunque frecuentemente maldigo el
puro y a Cuba entera, lo soporto sin problema. La afición, supongo.
El impedimento está más allá. En lo que representa el puro,
en tanto que carca, desfasado, intrínseco de bar viejo y putrefacto -como ya he
dicho-. En lo que rememora. El puro es la representación de lo antigua que se
nos queda la imagen de la fiesta. Porque el festejo en sí no es viejo, todo lo
contrario: conserva tradiciones pero evoluciona constantemente. Incluso
involuciona, para algunos pesimistas. Pero es dinámico.
Lo que no es dinámico sino completamente estático es la
proyección de la fiesta de los toros al exterior. No hemos conseguido que
parezca de nuestro siglo, y los nuevos intentos de hacerlo son catastróficos.
Hablo de tonterías como cortar orejas más pequeñas o penalizar los excesivos
intentos con la puntilla. Todo eso son chorradas. Lo importante no es adaptar
la fiesta a los tiempos que corren suavizándola -eso es, en todo caso, una
simple prueba de que se la sociedad se ablanda, se convierte a la
pusilanimidad. Lo importante y necesario es actualizar su imagen.
Y la imagen de la fiesta, nos guste o no, lleva a Franco. A
esos tiempos antiguos representados -para mí- por ese asqueroso olor a puro. Y
lleva a Franco erróneamente, claro, pero en España nos gusta más lo erróneo que
lo acertado. Había toros antes de Franco y los sigue habiendo después. Pero
ocurre que el tradicionalismo presente en cualquier rito taurino parece
convertir a los aficionados al más rancio sectarismo conservador. Conservadurismo
que a ojos de quienes se oponen tiene que ver con Franco, o con la idea de
España, o qué se yo. Con lo que ellos llaman fachas. Con lo que todo el mundo
llama fachas.
Por eso no conviene politizar la fiesta. Porque parece que
las opiniones políticas del grueso de aficionados se decantan hacia el
conservadurismo que la mayoría ignorante -como todas las mayorías- relaciona
con Franco. En su regla de tres, si los aficionados son "unos
fachas", la fiesta es de derechas y ergo es franquista. En su mierda de
regla de tres. En un silogismo erróneo, pero presente. En una especie de
entimema aceptado socialmente.
Y entiéndanme, de nuevo. No me he pronunciado políticamente.
No he dicho que esté en contra del franquismo -si bien lo estoy-. Sólo demando,
buscando un futuro para la fiesta que tanto amo, la despolitización de la
misma. La evitación de un conflicto más. Y eso no depende empresarios,
apoderados y demás. Eso depende de la afición.
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