La escuela de los estoicos es una de las más destacables
filosofías helenísticas, sucesoras de la filosofía griega, origen de todo
pensamiento, y predecesoras del medievo. El estoicismo es fácilmente resumible
en una palabra: ataraxia. La ataraxia es la asunción y aceptación de un
destino, un logos irreprochable, un guión que establece el desarrollo de los
tiempos. Y se basa, por encima de todo, en la imperturbabilidad, con lo que
conlleva la anulación de sentimientos, pasiones y cualquier otra sensación
irracional que pueda alterar la tranquilidad. Porque no tiene sentido
preocuparse, entristecerse, enfadarse o incluso alegrarse si nuestro destino no
depende de ello. Si, queramos o no, el logos está escrito.
Es Alberto López Simón un verdadero estoico. Por la
pasividad en sus formas, por la inexpresividad de sus gestos, pero también por
la honestidad en sus palabras y actos. López Simón encarna a la perfección el
pensamiento estoico del que se impregnó en su formación como torero un tal José
Tomás, matador de Galapagar. Y ambos encarnan como nadie los valores taurómacos
por excelencia: la nobleza y la honradez. Cada cite, cada pase, es un acto de
respeto, del toro respecto al torero a través de noble franqueza, y del torero
respecto al toro, mediante quietud honrada, aunque la espera se eternice,
aunque el miedo se apodere. Miedoso es quien no controla su mente. Ni José
Tomás ni López Simón son miedosos, aunque tengan miedo. Porque es parte de su
estoicismo el mantener los pies en el suelo y asumir un destino ya escrito.
Saber que, si llega la cornada, llegó.
Entre ambos, a pesar de sus similitudes, hay muchas
diferencias. López Simón está muy por encima de José Tomás. Porque mientras que
el de Galapagar tapa sus carencias con arrojo insensato, el de Barajas quiere
torear bien. Y parece que sabe. Sólo un mal lote acaba con su paciencia, y es
ahí cuando llega la exposición sin tapujos del cuerpo, la suerte cargada, la
femoral en la natural trayectoria rectilínea del toro. Si un toro dibuja una
cornada a Alberto, Alberto se quita, porque ser cogido no es su objetivo: es,
en todo caso, el riesgo colateral de la profesión que ejerce, o mejor dicho,
del modo de vida artístico que libremente eligió.
Si López Simón se sometiera a la campaña de prensa que tanto
dinero ha dado a José Tomás, ambos describirían una trayectoria con grandes
paralelismos. Pero, mientras que el oscurantismo envolvente de José Tomás ha
engrandecido en exceso su leyenda, con López Simón no haría sino
empequeñecerla. José Tomás no da para más. El mito creado en torno a su
personaje es superior al personaje en sí, y de ahí el perpetuo escondite. López
Simón, en cambio, puede superar el personaje de José Tomás. Puede añadir, al
estoicismo que caracteriza a ambos, una dosis de inteligencia torera, además de
temple y poder en la muleta, cualidades ambas de las que el de Galapagar carece.
Y para ello, Alberto sólo necesita dos cosas: mantenerse en
su sitio, sin dejarse embaucar por el peligroso sector, y la compresión del
aficionado. Ambas complicadísimas. Porque el sector es como un banco lleno de
billetes, y es complicado mostrarse reticente a entrar. Y porque el aficionado,
en ese arrebato de purismo y clasicismo como valores únicos, no entiende el
heroísmo en sí. Se sujeta a la crítica permanente, como si ella fuera la mejor
muestra de calidad de afición. Como si elogiar fuera intrínsecamente
negativo. Como si la crítica empedernida
con cansina constancia fuera capaz de tapar otras carencias.
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