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martes, agosto 18, 2015

Visita a un museo silencioso

Llueve en Bilbao y llueve, llueve, llueve. Así empieza el soberbio poema de Blas de Otero "1923", un soneto repleto de sentimiento, de nostalgia del pasado, de una niñez que se esfumó. Cuatro estrofas de recuerdos ingratos que sólo la lluvia típicamente bilbaína despierta.

Y, en efecto, llueve en Bilbao. Llueve en abundancia, con constancia y cadencia, suavemente. Llueve según dejo atrás la Alhóndiga y recorro la Alameda Recalde hacia la plaza de toros. En Vista Alegre espera, cálidamente iluminado, un casi escondido museo taurino.

Tan escondido está que es necesario preguntar por él en la taquilla de la plaza. Dos o tres personas retiran sus abonos de cara a la Semana más Grande del año. El personal me abre el portón por el que entran y salen los toreros, serios y amedrentados primero; satisfechos o derrumbados después. Paraguas cerrado y escaleras arriba, bajo los silenciosos tendidos. Podrían ser sepulcros, a juzgar por el silencio. El silencio sempiterno de una plaza que aguarda.

Y, al fin, el museo. Una ligera curva repleta de letra y objetos históricos. Algo más de cincuenta metros, quizá sesenta o setenta. Museo acogedor y silencioso, bien iluminado pero sobre todo preciso. La información es objetiva, rigurosa y está bien redactada. Parece contradictorio que esto pueda sorprender, pero uno se encuentra salas pobres y decadentes en demasiados lugares de la geografía española.
La organización es fácil. Según avanzo, encuentro amplios murales a mano izquierda y objetos representativos de cada época a la derecha. El orden es cronológico: antecedentes, época Ilustrada y romántica, final de siglo XIX, etapa de Guerrita, Edad de Oro de la tauromaquia, Edad de Plata, Manolete y sus años 40, los cincuenta y, por último, los sesenta de El Cordobés. Ocho murales acompañados por trajes de Niño de la Capea, Luis Miguel Dominguín, Antoñete o Antonio Ordóñez entre otros.

Reposa, aproximadamente a mitad de camino, un viejo habitante de Zahariche. Ofendido, de Eduardo Miura, nacido en Febrero de 1990 y llegado a Bilbao a la edad de cinco años contando con 602 kilos. La desgracia se apuntó al viaje y el imponente toro se rompió un pitón, quedando para siempre en el Botxo, asustando a los visitantes con su incuestionable trapío, obligando a mirar de reojo por si se arranca una fiera que murió hace 20 años. Su mirada es seria y grave. Es badanudo, astifino -aunque a buen seguro lo fue más- y rematado. El cuajo se aprecia en la culata.

Preside un museo que merece la pena. Visto en veinte minutos por un precio irrisorio, fotografiado con total libertad, recorrido sin molestos niños gritones o domingueros con chancletas. De eso no hay. Allí dentro todo es respeto, admiración, culto al pasado, a la tradición taurina y enfáticamente torista de Bilbao. Abre mañana y tarde. Lo mínimo es pasarse.

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